Sobre quedar finalista, mi amor por el café y Monet (alegría)

Si el año pasado enero y febrero trajeron al blog publicaciones tristes, este año pretendo hacer las paces con ellas.

La vida es una continua sucesión de montañas y valles, cada vez lo veo de manera más clara. Parece obvio, pero hasta que una no llega a la cumbre y ve todo lo bonito que le espera por delante, es incapaz de verlo.

2021 y 2022 fueron para mí una eterna carrera para el despegue personal. 2023 me alzó al vuelo —aún con ciertas turbulencias e inseguridades— y se convirtió en un año raro, lleno de momentos de transición incómodos, pero necesarios. 2024, sin embargo, ha comenzado fuerte. En apenas dos meses la vida me ha pedido que haga la introspección de turno ahora, ya. Porque resulta que soy feliz, que estoy planeando en un cielo despejado en la dirección que yo quiero, al fin.

Si enero fue una vez sobre bloqueos y tristeza, un mes en el que me refugié en la corrección de Proyecto Cielo, este enero me ha regalado un reconocimiento: ser finalista del Premio Nadal 2024 con esa misma historia, Si te pudiera prestar mi cielo.

Si febrero fue sobre nudos y ruinas, este tengo el corazón y la mente desenredados; tengo lo necesario para sentirme en paz, estoy rodeada de personas mágicas, tengo metas que persigo con ilusión. En cuanto a la escritura, tampoco se queda atrás: esta vez acoge al Proyecto Malva, haciéndole finalista del Premio HQÑ de Novela Romántica, de la editorial Harper Collins. Feliz San Valentín para Gael y Odette, los protagonistas de La Criadora de malvas.

Estas dos historias son muy importantes para mí, son las que me confirmaron que era escritora, que mi forma de reflexionar sobre la vida y transmitir mis pesares y opiniones era esta: las palabras. Que ambas hayan recibido un reconocimiento es un rayito cálido de sol dirigido directamente al corazón. 

Así que gracias a todas las personas que lo han hecho posible, gracias a las personas que las han leído, las han disfrutado y han decidido que merecía la pena que llegaran hasta donde han llegado. Gracias, porque para mí supone un gran empujón para seguir creando historias, un empujón que necesitaba. Gracias, gracias, gracias.

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He desarrollado un amor muy grande por el café. Me gusta preparármelo en casa, con su sabor tostado y con canela, pero más me gusta pasear por Madrid y buscar cafeterías donde poder sentarme a escribir y leer. Madrid ha sido una gran desconocida para mí hasta ahora, pero últimamente no me canso de pasear por diferentes barrios y buscar todo lo que una ciudad tan grande tiene que ofrecerme en lo cultural, en lo cotidiano y en lo creativo. Nunca había entrado a la Catedral de la Almudena y resulta que me parece una de las más bonitas que he visto en mi vida, y ahí estaba, cerca de mí durante tantos años. Me he propuesto ser una turista, una estudiante que ha llegado de intercambio y quiero descubrir la historia de Madrid y todos sus rincones.

Pero, ¿y el café que tendrá que ver? Bueno, creo que he desarrollado un vínculo que ya jamás podré olvidar y que me transportará a estos momentos precisos, tan cotidianos pero especiales, de mi vida en Madrid, donde estoy siendo muy feliz.

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Sobre la exposición de Monet que vi en enero y que me recordó a mi yaya Merche

Tanto la pintura de Monet como su vida me parecen maravillosas. Tenía una manera de vivir muy plena y feliz, centrada en el amor que le profesaba a su arte, a su oficio, a viajar y disfrutar de su familia, de las flores, de la luz. Me parece interesante cómo Monet formó parte de dos mundos, uno que a mis ojos es “antiguo”, y otro que daba los primeros pasos hacia la modernidad. Reflejó los paisajes y a su familia con pintura cuando no existían las cámaras, pero al mismo tiempo vio la invención de la fotografía. A finales de su vida pudo tener imágenes de sí mismo, de su taller, vídeos en el que se le ve trabajando. ¿Se imaginaría tal cosa cuando comenzó a retratar el mundo con trazos rápidos para capturar momentos de la realidad antes de que desaparecieran?

La yaya también dibujaba muy bien. Me acordé de ella mientras veía un lienzo que representaba a un tren en un paraje lleno de nieve. Las vallas eran antiguas, endebles, como si no importara que nadie se colara. Ahora serían de cemento y metal, el andén estaría lleno altavoces, escaleras mecánicas, gente y puertas de cristal.

A ella también le gustaba pintar paisajes verdes y flores, bodegones, el mar, las barcas, postales. Mientras admiraba este cuadro, pensé que nunca fui a una exposición con ella y me pregunté cómo habría sido, me habría gustado verla opinar sobre los cuadros, a su manera. Ella tenía parte de impresionista, pero por lo rápido que le gustaba pintar lienzos; la prisa era algo que le caracterizaba. También la luminosidad y los colores.

Después de un buen rato delante de esta pintura, me limpié las lágrimas con el puño del jersey, sonreí y me fui a ver la siguiente sala. Y quién le diría a Monet entonces que su cuadro llevaría los pensamientos de una chica en 2024 por aquellas rutas entre sus recuerdos. 

El arte tiene esa capacidad tan bonita de convertir lo genérico en particular y viceversa.

 

Le train dans la neige (1875), Claude Monet

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bonito escribes, me has emocionado mi nena preciosaaaa 💕 ❤️ 💖 🥰 😍 😻 💕. TÚ VALES MUCHO NENA!!!

Anónimo dijo...

La mejor sensación, sin duda alguna.

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