Ela respiró como si por primera vez lo hiciera.
Estaba sentada en mitad de un descampado, que a la vez estaba en mitad de un bosque, un bosque como esos con los que soñaba cuando era pequeña, bosques que pensaba que solo existían en países fantásticos, en países donde dragones y elfos y hadas eran una realidad. Esos países que recreaba al leer libros.
Era un bosque con árboles grandes y verdes, que se levantaban como gigantes sobre sus raíces cada mañana, se desperezaban, entrelazando sus ramas los unos con los otros, como si estuvieran dándose apoyo constante bajo el cielo. Bandadas de pajarillos se escondían entre sus copas, y cantaban, reían, revoloteaban y saltaban.
El sol acariciaba el rostro de Ela, y ella se acordó de respirar, como si fuera algo muy difícil de mantener en mente. Algo de lo que se hubiera olvidado. Porque a veces pasa, nos olvidamos de respirar, y nos entra un gran agobio en el pecho. Nos ahogamos. Nuestros pensamientos ocupan todo, tanto, que no queda hueco para aquel recordatorio natural: inspira, expira. Hay veces que, simplemente, hay que volver a respirar. Y entonces se pasa todo. Y los pensamientos salen de la cabeza como el aire de los pulmones, todo se recoloca en el interior, como un armario que tras ordenarlo tiene más espacio.
Ela estaba sentada en el suelo, y parecía que estuviera dentro de una jungla en miniatura. Su perra, Mocca, jugaba en los límites de aquel claro en mitad del bosque. Las espigas crecían en torno a Ela y le llegaban a la altura de los ojos. Se sentía una depredadora paciente, observando a todos los animales e insectos sin ser vista. Vio una mariquita subiéndose por el tallo verde de una flor, haciendo equilibrios y volteretas. Un momento se veía su espalda roja y al siguiente su barriga negra.
De repente vio tres más. Antes no las había visto, pero solo con respirar, aparecieron tres más en su campo de visión. Una allá lejos, otra más cerca. Descoordinadas y a la vez coordinadas, bailando juntas.
Había flores de todos los colores en aquel claro: margaritas que abrían sus pétalos blancos al sol, otras yacían espachurradas contra el suelo (porque Mocca las había aplastado al corretear por allí). Pero, aún desde el suelo, seguían siendo bonitas, y servían como puente a hormiguitas que querían subir y elevarse a un nivel superior, y dejar el suelo.
Otro tipo de flor parecía una ristra de campanillas moradas. Algunas miraban hacia el suelo, como si estuvieran dormidas, y otras ya habían despertado.
Las espigas eran verdes, pero la luz del sol producía en ellas reflejos plateados. La punta de las espigas acababa en un tono púrpura.
También había florecitas amarillas, mucho más altas que las espigas, que querían ganar la carrera; y dientes de león con menos aires de grandeza. Todo aquello veía Ela desde el nivel del suelo. Si se levantaba, Ela se convertiría en una gigante, y vería todo desde arriba. ¡Cómo le habría gustado hacer aquello en una ciudad! ¡Levantarse por encima de los edificios y ver cómo las personas paseaban por allá abajo, como hormiguitas!
Y no se había dado cuenta antes de que tenía la capacidad de hacerlo en aquel claro. En el bosque no, no podía ser más alta que un árbol. Solo más alta que las espigas moradas, que las flores amarillas. No obstante, no le apetecía ser más alta en aquel momento, sino estar integrada entre la maleza. Le apetecía ser un insecto más. Observar a las mariposas revolotear por encima de su cabeza sin darse cuenta de que allí estaba ella.
Menos mal que Mocca estaba lejos, saltando y corriendo tras otra desafortunada pareja de mariposas. No sabía muy bien Ela si huían de Mocca, o jugaban con ella. ¡Qué buena es Mocca!
A veces, Ela piensa en lo bonito que habría sido ser un perro, o cualquier otro animalillo, sus reacciones son tan puras... No piensan en lo que hacen, simplemente se dejan llevar. Si les llama la atención una mariposa, corren detrás de ella. Si están enfadados, ladran, bufan o gruñen. Si se asustan saltan, huyen, sin vergüenza alguna. Si sienten amor, lo buscan y lo muestran. Si se cansan, también se van y muestran que no es el momento. Y no tienen que mentir, ni hacer nada más. Y de alguna manera, se entienden a sí mismos y se hacen entender. No les guardamos rencor porque sabemos que, todo lo que hacen, lo hacen porque les sale así. No tienen segundas intenciones. Y por eso, el amor a un animal es incondicional, es el más puro, o eso pensaba Ela mientras veía a Mocca corretear. Porque sabemos que su comportamiento es puro. No tienen dobles pensamientos.
Ela giró la cabeza de manera suave, miró allá sobre las ramas, distraída por el gracioso canto de un pájaro. Era un pájaro negro, con el pico amarillo anaranjado. Ela recordó que, el día anterior le preguntó a su padre, al que le encanta observar los pájaros del jardín, qué pájaro era aquel que Mocca perseguía siempre. Su padre le dijo que eran mirlos. Y le dijo que, en aquella época, en primavera, nacían los polluelos y se llenaban los bosques de ellos. Son unos pájaros muy osados, que se posan en las ramas y cantan, aunque despierten a sus posibles depredadores. Se acercan, traviesos. También le dijo que eran muy territoriales, y que dentro de unos meses, habría solo una pareja como mucho en el bosque. Pero, mientras los polluelos permanecen allí, Ela piensa que aquello es un hermoso concierto. Mocca se pone nerviosa con aquellos pajarillos. Le miran desde las ramas y le cantan, animándole a subir, y ella quiere ir allí arriba con ellos. Pero Mocca no tiene alas, y aquello a veces le enfada, pues por mucho que salta no puede llegar. A Ela les gusta escucharles.
Hay tanta variedad de pájaros, que también Ela quiere saber todo sobre ellos. ¿Cómo un animal puede producir un sonido tan bonito y alegrar tanto? ¿Cómo un bosque puede estar tan vivo, solo por tener entre sus ramas a estos pequeños seres? Ela cierra los ojos y respira. Sabe que el bosque no se va a ir, que va estar allí con ella, que los animales no están asustados, que la han integrado en el paisaje. El mirlo canta igual para ella que canta para las mariposas, para las mariquitas, para las hormigas y arañas, para los ratones, que probablemente son los observadores ocultos de Ela.
Ela cierra los ojos y respira con las piernas cruzadas, recibiendo el sol sobre su piel.
Y piensa que, en aquel lugar ya ha sido aceptada, así como Mocca. Piensa que aquel bosque ya es un poco su hogar, aunque no haya ningún techo sobre su cabeza más que el ramaje.
Estaba sentada en mitad de un descampado, que a la vez estaba en mitad de un bosque, un bosque como esos con los que soñaba cuando era pequeña, bosques que pensaba que solo existían en países fantásticos, en países donde dragones y elfos y hadas eran una realidad. Esos países que recreaba al leer libros.
Era un bosque con árboles grandes y verdes, que se levantaban como gigantes sobre sus raíces cada mañana, se desperezaban, entrelazando sus ramas los unos con los otros, como si estuvieran dándose apoyo constante bajo el cielo. Bandadas de pajarillos se escondían entre sus copas, y cantaban, reían, revoloteaban y saltaban.
El sol acariciaba el rostro de Ela, y ella se acordó de respirar, como si fuera algo muy difícil de mantener en mente. Algo de lo que se hubiera olvidado. Porque a veces pasa, nos olvidamos de respirar, y nos entra un gran agobio en el pecho. Nos ahogamos. Nuestros pensamientos ocupan todo, tanto, que no queda hueco para aquel recordatorio natural: inspira, expira. Hay veces que, simplemente, hay que volver a respirar. Y entonces se pasa todo. Y los pensamientos salen de la cabeza como el aire de los pulmones, todo se recoloca en el interior, como un armario que tras ordenarlo tiene más espacio.
Ela estaba sentada en el suelo, y parecía que estuviera dentro de una jungla en miniatura. Su perra, Mocca, jugaba en los límites de aquel claro en mitad del bosque. Las espigas crecían en torno a Ela y le llegaban a la altura de los ojos. Se sentía una depredadora paciente, observando a todos los animales e insectos sin ser vista. Vio una mariquita subiéndose por el tallo verde de una flor, haciendo equilibrios y volteretas. Un momento se veía su espalda roja y al siguiente su barriga negra.
De repente vio tres más. Antes no las había visto, pero solo con respirar, aparecieron tres más en su campo de visión. Una allá lejos, otra más cerca. Descoordinadas y a la vez coordinadas, bailando juntas.
Había flores de todos los colores en aquel claro: margaritas que abrían sus pétalos blancos al sol, otras yacían espachurradas contra el suelo (porque Mocca las había aplastado al corretear por allí). Pero, aún desde el suelo, seguían siendo bonitas, y servían como puente a hormiguitas que querían subir y elevarse a un nivel superior, y dejar el suelo.
Otro tipo de flor parecía una ristra de campanillas moradas. Algunas miraban hacia el suelo, como si estuvieran dormidas, y otras ya habían despertado.
Las espigas eran verdes, pero la luz del sol producía en ellas reflejos plateados. La punta de las espigas acababa en un tono púrpura.
También había florecitas amarillas, mucho más altas que las espigas, que querían ganar la carrera; y dientes de león con menos aires de grandeza. Todo aquello veía Ela desde el nivel del suelo. Si se levantaba, Ela se convertiría en una gigante, y vería todo desde arriba. ¡Cómo le habría gustado hacer aquello en una ciudad! ¡Levantarse por encima de los edificios y ver cómo las personas paseaban por allá abajo, como hormiguitas!
Y no se había dado cuenta antes de que tenía la capacidad de hacerlo en aquel claro. En el bosque no, no podía ser más alta que un árbol. Solo más alta que las espigas moradas, que las flores amarillas. No obstante, no le apetecía ser más alta en aquel momento, sino estar integrada entre la maleza. Le apetecía ser un insecto más. Observar a las mariposas revolotear por encima de su cabeza sin darse cuenta de que allí estaba ella.
Menos mal que Mocca estaba lejos, saltando y corriendo tras otra desafortunada pareja de mariposas. No sabía muy bien Ela si huían de Mocca, o jugaban con ella. ¡Qué buena es Mocca!
A veces, Ela piensa en lo bonito que habría sido ser un perro, o cualquier otro animalillo, sus reacciones son tan puras... No piensan en lo que hacen, simplemente se dejan llevar. Si les llama la atención una mariposa, corren detrás de ella. Si están enfadados, ladran, bufan o gruñen. Si se asustan saltan, huyen, sin vergüenza alguna. Si sienten amor, lo buscan y lo muestran. Si se cansan, también se van y muestran que no es el momento. Y no tienen que mentir, ni hacer nada más. Y de alguna manera, se entienden a sí mismos y se hacen entender. No les guardamos rencor porque sabemos que, todo lo que hacen, lo hacen porque les sale así. No tienen segundas intenciones. Y por eso, el amor a un animal es incondicional, es el más puro, o eso pensaba Ela mientras veía a Mocca corretear. Porque sabemos que su comportamiento es puro. No tienen dobles pensamientos.
Ela giró la cabeza de manera suave, miró allá sobre las ramas, distraída por el gracioso canto de un pájaro. Era un pájaro negro, con el pico amarillo anaranjado. Ela recordó que, el día anterior le preguntó a su padre, al que le encanta observar los pájaros del jardín, qué pájaro era aquel que Mocca perseguía siempre. Su padre le dijo que eran mirlos. Y le dijo que, en aquella época, en primavera, nacían los polluelos y se llenaban los bosques de ellos. Son unos pájaros muy osados, que se posan en las ramas y cantan, aunque despierten a sus posibles depredadores. Se acercan, traviesos. También le dijo que eran muy territoriales, y que dentro de unos meses, habría solo una pareja como mucho en el bosque. Pero, mientras los polluelos permanecen allí, Ela piensa que aquello es un hermoso concierto. Mocca se pone nerviosa con aquellos pajarillos. Le miran desde las ramas y le cantan, animándole a subir, y ella quiere ir allí arriba con ellos. Pero Mocca no tiene alas, y aquello a veces le enfada, pues por mucho que salta no puede llegar. A Ela les gusta escucharles.
Hay tanta variedad de pájaros, que también Ela quiere saber todo sobre ellos. ¿Cómo un animal puede producir un sonido tan bonito y alegrar tanto? ¿Cómo un bosque puede estar tan vivo, solo por tener entre sus ramas a estos pequeños seres? Ela cierra los ojos y respira. Sabe que el bosque no se va a ir, que va estar allí con ella, que los animales no están asustados, que la han integrado en el paisaje. El mirlo canta igual para ella que canta para las mariposas, para las mariquitas, para las hormigas y arañas, para los ratones, que probablemente son los observadores ocultos de Ela.
Ela cierra los ojos y respira con las piernas cruzadas, recibiendo el sol sobre su piel.
Y piensa que, en aquel lugar ya ha sido aceptada, así como Mocca. Piensa que aquel bosque ya es un poco su hogar, aunque no haya ningún techo sobre su cabeza más que el ramaje.
1 comentario:
Muy bonito. Aunque no sé si lo he entendido del todo, una voz muy agradable también.
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