La casa verde de Lottie




Lottie era de esas niñas a las que les gusta morderse los labios y mirar el cielo por la ventanilla del coche.
Parece ser que sus ojos chuparon el azul del cielo de tanto mirar, sus rizos rubios quedaron eternamente enredados por el viento y cuando cumplió doce años se pintó pecas de acuarela sobre la nariz.
Lottie era una apasionada del café desde que su abuela le dio una tacita para sus peluches, y coleccionaba maullidos por las calles de un pueblo mojado. Cuando cumplió dieciséis, ya dibujaba paisajes que olían a agua salada y gaviotas que graznaban casi más que las reales.
Lottie era de las pocas personas que podían afirmar que jamás discutieron con sus hermanos: Chris, su hermano mayor, era su mejor amigo. El chico era musculoso y jugaba al rugby, compartía su afición por mirar al cielo y tenía la risa floja.
Si algún día tuvieron un tema favorito de hermanos, ese era el de la casa verde del bosque. ¿De quién era? No sabían. Pero de quién sería, eso sí. Lottie dejaba que los árboles le cantaran canciones celtas en aquel bosque cercano a Tollymore, mientras dibujaba la casita en la que algún día viviría.
—¿Y qué harías ahí?
—Tener un escritorio donde escribir cuentos y pintar cuadros.
—Eso lo tienes ya en casa —debatía Chris, con las manos en la cazadora marrón, mientras observaba a su hermana tocar la flauta a su futura vida.
—Pero este será mi hogar.
Lottie era una niña de ideas claras y saltos grandes. Saltos grandes que traían con ellos caídas abismales, de las que su hermano la levantaba con una sola mano.
No creáis que Lottie era una niña con un capricho y nada más, no. Aquella casita verde significaba para ella una serie de cosas:
  • Un libro de historia medieval donde la heroína era una mujer con armadura y cabello de oro.      
  • Una serie de tres cuadros con tres bandadas de pájaros distintas como protagonistas.
  • Un gato naranja y otro negro, a juego con su huerta de calabazas.
  • Música cada mañana.
  • Un juego de tacitas de té de color azul, para invitar a Chris.
  • Olor a bizcocho de zanahoria recién horneado.
Lottie asistía al colegio público y procuraba no faltar a ninguna clase. Se subía la primera al autobús de la ruta escolar (su madre era la conductora). Los fines de semana estudiaba, escribía y saltaba de baldosa en baldosa. Eso cuando Chris no tenía partido. Si tenía, iba con sus padres a animarle, y Chris prometió una vez que no habría marcado tantos goles de no ser por aquella hermana fanática que no dejaba de gritar mensajes de ánimo desde las gradas. A parte de eso, dibujaba en casa. Como podréis adivinar, no tenía muchos amigos a parte de Chris y los gatos que se encontraba en la calle. Pero nunca le importó.
El día que más fastidió a Lottie fue el día en que sus padres decidieron que pasarían las Navidades en Dublín, en casa de la tía Anne.
—Lottie, la casa verde no va a desaparecer —insistió su hermano mientras devoraba un trozo de pavo.
—Ya lo sé —mintió ella intranquila, removiendo los dátiles en su plato.
Chris decidió invitarle a un batido extra de vainilla en cuanto volvieron y vieron que la casa se había vendido. Ya no era una casita verde y con grietas de humedad, sino un chalé azul oscuro.
Este fue el primer golpe que la vida le dio a aquella niña. El segundo fue la universidad, pero no la suya.
—Volveré en vacaciones —le intentó tranquilizar Chris.
—Pero no estarás aquí para cenar conmigo.
—En vacaciones sí.
Lottie suspiró.
Los años se le echaron encima, y las nubes grises se cargaron tanto con cada día que pasaba, que Lottie tuvo que soltar sus libros y lienzos para poder sostenerlas sobre su cabeza. El cabello se le enredaba ya por debajo de la cintura, los pies se le salían de la cama y la cabeza le dolía de tanto estudiar.
Un día, caminando por los gigantes almacenes para comprarse un colchón nuevo, se encontró imaginando la combinación de flores que pondría en la cornisa de la ventana principal de su casita verde. Llevaba tiempo sin pensar en ella.
Cuando se graduó en literatura, su hermano llevaba ya varios años trabajando en Dublín como entrenador del equipo irlandés de rugby.
Los alrededores de Tollymore se quedaban pequeños para una literata como Lottie, así que decidió seguir los pasos de su hermano al finalizar la universidad, y se quedó en la ciudad. Antes de renunciar a su sueño, llevó su libreta y su lienzo más preciado de la infancia para enterrarlo en el bosque cerca de la casita a la que tantas veces regaló su música.
Y después partió, pero ¿quién lo hizo? Lottie ya no era una niña que luchaba por sus sueños, sino una joven que ponía sellos en los libros de una biblioteca por las mañanas y corría por la playa por las tardes.
Tenía un piso beige, con tazas de café grandes y grises, dos platos con el borde cascado y una tele pequeña con una antena que llegaba hasta el techo. Lo único que recordaba a quién había sido, era la pila de libros a medio leer.
—¿Has pintado tú este cuadro?
—No —respondió a su hermano mientras le servía el té—, lo compré en un mercado.
—Es muy bonito. —Sonrió él, intentando reconocer a su hermana pequeña— Aunque me gustan más los tuyos.
—No tengo tiempo de pintar, Chris.
—Bueno, ya lo tendrás.
Le regaló a Lottie un cuaderno y un lienzo.
Cuando Chris se fue, Lottie abrió el cajón de los recuerdos, donde se materializaban varios relatos, un dibujo a plumilla, un álbum de fotos y, en aquel momento, la libreta y el lienzo en blanco. De pronto se fijó en un trozo de papel que sobresalía de la libreta.
Cuando leyó su contenido, dio un grito de alegría. Brincó por la casa, soltó varias carcajadas y envió tres abrazos a su hermano. La vecina del piso de abajo subió, preocupada por la joven bibliotecaria.
—¡La casa verde está en venta, señora Dwain! ¡Está en venta!
Fue desde aquel día: los ojos de Lottie recuperaron su color azul brillante. Trabajaba en la biblioteca con el sol; escribía e ilustraba sus relatos con la luna.
Comenzó a preparar bizcochos de zanahoria para tener la mejor receta del mundo. Recogió en cajas de madera sus objetos, y vendió en la librería de al lado al menos cinco ejemplares de su novela, que trataba de las aventuras de una guerrera medieval con cabellos dorados.
Compró cinco botes de pintura verde oscura, dos sacos de comida de gato, y se embarcó en una hipoteca. Lottie se convirtió en una escritora de éxito irlandesa, conocida por sus libros de fantasía y sus ilustraciones.
El día que Chris la llevó en coche de vuelta a Tollymore, Lottie entró por la puerta principal de la casa de sus sueños. Las pecas de acuarela saltaban en su rostro, junto a alguna que otra mancha de sol.
Instauró su escritorio de madera, colgó sus lienzos en la pared, y colocó en estanterías de colores todos sus libros.
Los árboles de aquel bosque celta cantaron las canciones de su infancia para darle la bienvenida, y Lottie supo que la niña que fue tiempo atrás jamás se rindió.

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