El Espectro Blanco. Parte II


Sinoé maldijo una vez más mientras el equipo avanzaba. Parecían un grupo de patitos perdidos buscando a su madre, con aquellos chubasqueros amarillos. Caminaban en fila, nueve personas cansadas y empapadas bajo una tormenta.
Nueve.
Sinoé, liderando la marcha, volvió a chascar la lengua. Apretó el paso, a sabiendas de que debía buscar un lugar para refugiarse. No tenía sentido seguir buscando, no con aquella lluvia. Todas las huellas estarían borradas, no tenían nada a lo que aferrarse para buscar al eslabón perdido, a la décima persona que formaba parte del equipo.
Mientras caminaba, Sinoé agarraba entre sus manos hojas de helecho y las desmigajaba. Aquel ejercicio le ayudaría a tener la boca cerrada y no ponerse a maldecir en voz alta.
¿Cuándo narices se había separado?
La lluvia comenzó a caer más fuerte, tamborileando en los troncos de los árboles y goteando desde los arbustos. Sinoé cerraba el grupo, y estaba a punto de gritar un alto al ver los impermeables amarillos desaparecer, cuando se fijó en la corriente de barro rojizo que llegaba hasta el camino desde lo alto de la ladera.
—¡Esperad ahí! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones. La lluvia era ruidosa y necesitaba hacerse oír.
Se metió entonces entre los helechos, apartándolos con las manos, y arrugó el rostro al encontrarse con el cuerpo.
Un ciervo yacía enterrado bajo los helechos, un ciervo de pelaje canoso... y con la cabeza cortada del cuerpo. Sinoé sintió sus tripas revolverse, igual que la sangre se revolvía con el barro, en remolinos, y bajaba después hacia el camino, rozando sus botas de montaña. El ciervo tenía un balazo en las costillas, como si el haberle decapitado hubiera sido poco. Las gotas rebotaban en sus ojos negros y se quedaban pendiendo de su hocico. Sinoé soltó los helechos y regresó al camino principal. El cuerpo del ciervo quedó escondido de nuevo. Sinoé dio la orden de seguir caminando.
Para cuando cayó la noche, no habían encontrado un lugar seco, por lo que decidieron volver a la casa del árbol.
Cuando llegaron, sin apenas cruzar palabras, y tras comprobar que no había nadie allí, sacaron sus sacos y se acostaron, mientras las gotas de lluvia se colaban entre las maderas del tejado. Sinoé se sentó contra la pared, escuchando los truenos de fondo y aun pensando en el animal muerto. A su lado, una segunda mochila descansaba, en cuya etiqueta se podía leer un nombre: Ela.
***
Ela se metió la raíz en la boca. Sonrió a Maya aún con la boca llena, pero una vez la chica se hubo girado, escupió la comida en su mano y la escondió entre el barro.
El viento que precede a toda tormenta se levantó poco después de su huida. Después de escuchar los disparos chocar contra el vehículo abandonado, Ela había esperado que Maya entrara en shock pero, para su sorpresa, la respuesta de ella había sido rápida. La chica la cogió de su muñeca y la arrastró bosque adentro. ¿Hacia dónde? Ninguna sabía. Lo importante era que habían logrado escapar.
Ela, tumbada en aquel momento en el interior de una pequeña cueva húmeda, encogió las piernas contra su pecho, abrazándose a sí misma. Maya dormitaba a su lado, después de aquella improvisada cena. Ela suspiró. Contaba que aquella noche era la tercera desde que dejó al grupo, y sus tripas rugían y se lo recordaban. Cerró los ojos e intentó quitarse de la mente el rostro decepcionado de Sinoé. Él siempre insistía en la importancia de comunicar todo, de no separarse. Al fin y al cabo, eran un equipo de rescate. Las personas se perdían debido a aquel tipo de despistes. Abrió los ojos y observó a Maya, dormida, con los pies descalzos y llenos de barro. Al menos había encontrado a la chica.
Cambió de posición. Su ropa y cabello estaban mojados por la lluvia, aunque sabía que no solo esa era la causa por la que no lograba dormir. Llevaban dos días caminando, en teoría dirigiéndose a la casa del árbol, pero lo hacían a un ritmo lento y parecían retroceder más que avanzar. Cuando la preguntó por qué, Maya se había limitado a decir que alguien las seguía.
Ela sintió un escalofrío recorrer su columna de solo recordar aquel momento, pero su piel se erizó al completo al mirar hacia el exterior de la cueva. Casi como una respuesta a sus pensamientos, una figura se había recortado entre el manto de lluvia, fuera de la cueva. Ela fijó su mirada, intentando distinguir si era un juego de su mente. De niña había tenido pesadillas con que una figura oscura asomaba por el armario. En aquel momento, se sentía de nuevo una niña, y por un momento pensó que cerrando los ojos y tratando de dormir todo desaparecería. Pero aquella figura se acercaba, poco a poco.
Ela sacó el móvil de su bolsillo. Sin batería y mojado solo podía servirle a modo de arma. Lo cogió como solía hacerlo cuando volvía a casa sola por las noches: con fuerza y asomando solo una de las esquinas.
Esperó en aquella posición durante un tiempo que se le hizo eterno, tanto, que decidió salir a la lluvia solo por librarse de aquella inquietud y comprobar que en realidad no había nadie.
Pero al salir, se dio de bruces con una persona. Sus miradas chocaron como si hubieran estado esperándose toda la noche; Ela no dejó que su rostro reflejara sorpresa o miedo, aunque temblaba por dentro. Permanecieron en silencio unos segundos, mientras la lluvia les bañaba a los dos por igual.
Era un hombre con el cabello oscuro y encrespado. Vestía una gorra y una cazadora raída y su mano estaba llena de anillos oxidados, pero lo que a Ela le hacía morderse la lengua para no gritar eran sus ojos oscuros, que parecían apuntarle al alma tan bien como lo habría hecho la escopeta que apoyaba en el suelo.
Ela notó su respiración acelerarse. Apretó con más fuerza el móvil en su mano. Su cabeza la bombardeó con imágenes de Maya dormida, detrás, en la cueva. Su garganta picaba como si un grito de aviso estuviera luchando por escalar. Su mente era un torbellino mientras su cuerpo era una piedra pesada. Fue cuando él se movió, levantando la escopeta con una mano, que Ela se echó hacia delante y golpeó de manera brusca la mano del hombre, que dejó caer el arma al suelo. Él se acuclilló en un acto reflejo y Ela aprovechó para propinar un golpe seco en su sien con todas sus fuerzas. Él gritó de dolor y cayó al suelo; Ela no lo pensó dos veces y dio una patada a la escopeta para alejarla. Después se tiró encima de él y comenzó a golpear en la cabeza utilizando el teléfono, sin atreverse a pensar en lo que estaba haciendo, pues tal vez parara si lo hacía.
—Matarme no detendrá al Espectro Blanco —susurró el hombre, con sus ojos oscuros apuntando al cielo.
Ela frenó, con el móvil aún en alto y el cabello revuelto.
—Nos disparaste.
El hombre giró su cabeza hasta apuntarla con la mirada de nuevo.
—Nunca debisteis haber entrado aquí.
—Nos vamos ya.
—Ya es tarde. El Espectro Blanco ha mudado de piel. Ahora es uno de los vuestros.
Ela golpeó de nuevo en su sien, una última vez, más fuerte que las anteriores, y el hombre perdió la conciencia.
Sentada a horcajadas sobre él, dejó el móvil a un lado y se agarró la mano dolorida, mientras con la mirada recorría el bosque, y escudriñaba cada tronco oscuro. La lluvia parecía estar parando. Ela miró hacia la cueva y vio que Maya seguía dormida. Acto seguido quitó la visera del hombre para poder ver su cara mejor. Nada interesante, más que parecía joven, no tendría ni treinta años. Incluso podía ser de su edad. Después comenzó a hurgar en los bolsillos de la cazadora raída, con la nariz arrugada en un acto involuntario. Sacó un cartucho de balas, un bloc de notas, una pluma y un panfleto donde se podía ver el dibujo de un ciervo blanco con un halo alrededor.
Ela cogió la gorra y guardó en su interior los objetos.
—Maya, tenemos que irnos —susurró.
La chica se levantó, aún con legañas en los ojos, y asintió sin rechistar. Se puso en pie y se dejó guiar por Ela, quien intentó evitar que la chica viera el cuerpo del cazador tirado en el suelo, con su pecho subiendo y bajando, recordando incluso en la lejanía que no sería la última vez que se verían.
—Tenemos que ir lo más rápido posible a la casa del árbol —dijo una vez se hubieron alejado.
Maya asintió y Ela pensó en una niña pequeña recibiendo órdenes. Después de todo, se olvidaba que aquella chica era su paciente. Que había sobrevivido sola y aislada en aquel bosque durante cinco meses. La dio de la mano mientras caminaban a buen ritmo.
—¿Recuerdas algo más sobre tu pasado?
Maya sacó su diario, que solía llevar pegado al vientre, sujeto en la cintura de sus pantalones.
—Ayer conseguí descifrar un par de palabras más.
—¿Cuáles?
—Solo algunas palabras de unos apuntes que tomé. Creo que tienen que ver con el bosque.
Ela pareció confusa.
—¿En qué parte?
—Estaban al final —dijo mientras sacaba un folio doblado en cuatro, ajeno al cuadernito—. Creo que eran simplemente apuntes del bosque donde debía hacer la investigación botánica.
—¿Por qué elegiste este bosque?
Maya se encogió de hombros. Ela habló:
—Es una propiedad privada, aunque el gobierno nos dio permiso para entrar a buscarte. Como te dio permiso a ti para entrar. Por lo visto un par de grandes compañías lo compraron tiempo atrás, pero lo tienen olvidado, y al no responder las cartas donde pedían tu permiso como investigadora para entrar, te lo concedieron pensando que no ocurriría nada.
—Pero ocurrió.
—Lo que ocurrió no está justificado, ni aunque sea una propiedad privada. Mataron a personas. Tenemos que denunciar que algo ocurre aquí. Debemos llegar cuanto antes.
Maya no habló más, solo se dedicó a asentir de nuevo, pero sus ojos azules escudriñaban el rostro pecoso de Ela mientras ésta apretaba el paso.
El sol ya estaba sobre sus cabezas cuando Maya se desvió.
—¿A dónde vas?
—Quiero subir a ver ese nido, parece abandonado. Espero que no les haya pasado nada a los polluelos, la última vez que vine estaban aún en los huevos…
—¡No tenemos tiempo!
Maya frenó en seco a medio escalar el haya.
—Llevo cuidando del bosque desde que me perdí. Ha sido lo más importante para mí en estos cinco meses. No puedo olvidarme de ello sin más.
—¡Tú misma dijiste que nos seguían!
—Y ya no lo hacen —dijo, mirando a los ojos a Ela, casi preguntando con la mirada—. No había vuelto a ver a los cazadores antes de que llegaráis.
Dicho esto, siguió escalando el árbol.
Ela se sentó a pies del tronco, medio enfurruñada. Presentía que no estaban lejos de la casa del árbol, donde todo empezó. Qué fácil habría sido volver y no alejarse.
Miró hacia arriba para comprobar que Maya estaba entretenida con el nido y sacó la gorra de su chaqueta, que ya comenzaba a secarse. Cogió el bloc y el panfleto y comenzó a inspeccionar.
El panfleto tenía la tinta corrida, una mancha grisácea tapaba lo que la noche anterior había parecido un ciervo blanco. Lo hizo una bola y lo metió en un bolsillo.
Cogió el bloc de notas y lo abrió, esperando encontrarse páginas mojadas también. Sin embargo, solo las primeras páginas tenían manchas. Las demás eran legibles, y se sorprendió al ver otro dibujo, más tosco, de un ciervo blanco. Pasó la página y leyó:

Espectro Blanco: alma en pena
1.000.000.000 $ POR SU CABEZA, RECUÉRDALO


—Los huevos están rotos.
Ela cerró el bloc y lo escondió antes de que Maya aterrizara al suelo.
—Vamos —susurró, aún con la cabeza en aquella nota.
—¿Vamos? —repitió Maya—. Un nido ha sido destrozado por balas. Esto no ocurría cuando estaba sola.
—Maya, sabes quién está detrás de esto. Tenemos que irnos.
La chica lanzó una mirada asesina y continuó andando.
Desde aquel momento, Maya caminó más rápido que nunca. Ela la seguía medio corriendo.
Cuando la noche comenzó a caer, Ela escuchó voces. De manera automática, sus manos comenzaron a temblar. Maya se escondió tras varios arbustos, Ela la siguió.
—La casa del árbol está allí.
Ela siguió la dirección del dedo y asintió.
—Vamos —dijo.
Salió de su escondite, y Maya, tras un vistazo rápido a su diario, salió también. Nada más entrar en la explanada de la casa, el grupo de personas que se reunía alrededor de un pequeño fuego se giró. Todos comenzaron a exclamar.
—Ela —dijo una voz grave.
La joven, mientras se deshacía de los abrazos de sus compañeros, afrontó a aquel hombre grande y de piel negra. Sinoé la abrazó y moviendo su cabeza con las manos comprobó que no tenía heridas.
—Me alegro de verte de nuevo. Dios, que susto nos has dado. ¿Cómo te separaste?
—Tenemos que irnos cuanto antes. Vamos dentro de la casa y os explicaré todo.
Sinoé ya no la miraba a ella, sino a la joven de cabellos pajizos que venía detrás.
—Maya Torres —dijo él, acercándose a ella y mientras el equipo recogía el campamento bajo las órdenes de Ela—. Tu familia no se va a creer esto. Están deseando que vuelvas. Debe de haber sido duro.
Maya bajó la mirada.
—Tranquila.
Por la noche, Ela puso al día a Sinoé. El hombre mantuvo una mirada seria durante todo el relato, mientras cogía el panfleto con el ciervo entre las manos.
—En la mañana saldremos.
***
Salieron pronto por la mañana. Caminaron hasta llegar a la linde, con Maya mirando hacia atrás y temblando, acompañada por Ela.
—¿Te sientes mal?
Maya asintió, pero no dijo nada más. A cada rato, miraba por encima del hombro, mientras abrazaba con fuerza el diario que se había negado a soltar desde que lo recuperó.
Maya caminaba con una presión en el pecho. Observaba el camino hacia la carretera y sus manos comenzaban a temblar.
A la hora de comer, se rehusó a hacerlo. Habían parado al otro lado de un río. La corriente era muy fuerte, pero una vez lograran cruzarlo, la carretera quedaría a quince minutos.
—Nos están siguiendo —susurró a Ela una vez vio que nadie más estaba alrededor. La doctora sintió como la sangre en sus venas se congelaba.
—¿Cómo lo sabes?
—Los árboles nos avisan a gritos. ¿No los escuchas?
Ela frunció el ceño y miró a los ojos a la joven. Estos eran cada vez de un azul más claro.
—Caminaremos más rápido. No te separes del grupo. Voy a avisar a Sinoé.
Pero Maya se levantó, negando con la cabeza, y con el diario apretado contra el pecho. Ela se dio cuenta de que observaba la carretera.
—Maya, ha sido mucho tiempo fuera de casa. Pero lograrás salir adelante.
Los tiros comenzaron y al otro lado del río, aparecieron tres escopetas sujetas por tres cazadores. Sinoé ordenó echarse atrás, mientras maldecía. La salida estaba tan cerca.
—¡Ela!
Pero Ela intentaba arrastrar a Maya, cogiéndola de la mano. La joven se había quedado petrificada, expuesta ante la mira de las armas.
Sinoé corrió a ayudarla. Ela reconoció al cazador de los ojos negros. Vio cómo apuntaba directamente al corazón de Sinoé y antes si quiera de gritar un aviso, Maya se interpuso y recibió el balazo en el corazón.
—¡No!
Un trueno sonó en el cielo y la hierba bajo sus pies se marchitó, quedando un amasijo de hierbajos marrones y muertos.
Sinoé agarró el cuerpo de Maya y corrió a esconderse tras un montículo de rocas. Ela lo siguió, mientras escuchaba cómo aquellos hombres volvían a cargar las escopetas.
Ela intentó buscar la herida, pero no había sangre. Y su corazón seguía bombeando.
Apartó las manos del cuerpo de Maya y vio que ésta se ponía en pie.
—¿Cómo es posible?
Sinoé recordó el agujero de bala en el cuerpo del ciervo.
Maya se tocó el pecho, allí donde había recibido el balazo. Su respiración se aceleró. Sus manos tiraron de la tela de su camisa queriendo rasgarla, queriendo comprobar que su pecho seguía allí. Se quitó la camisa y dejó al descubierto su pecho blanco con un agujero de bala.
Maya comenzó a sollozar, asustada. Se giró para mirar a Ela y recibió un segundo balazo por la espalda. Gritó, el impulso la echó hacia delante, pero seguía viva.
Un relámpago cayó sobre un árbol y lo quemó hasta las raíces. Su tronco se volvió gris como la ceniza y cayó, sin apenas dar tiempo para que uno de los cazadores se apartara. Murió aplastado.
Maya se había vuelto a levantar. Sus manos temblaban. Algo se revolvió dentro de ella al ver aquel árbol tirado. Tocó el agujero de su pecho y un escalofrío recorrió sus dedos, como un calambrazo. Se acercó al tronco, que yacía caído en el río, con su diario siempre entre las manos.
Maya comenzó a llorar. Recibió otro balazo en la pierna que la hizo caer de rodillas. Y entonces, la lluvia comenzó a caer tan fuerte que Ela apenas pudo distinguir lo que ocurría. El río fluía cada vez más rápido y sus aguas cada vez cogían más territorio. Maya, de rodillas, se agarraba a las ramas del árbol para no ser arrastrada.
El cazador de los ojos negros se lanzó al tronco desde el otro lado del río. Comenzó a recorrer el tronco caído para cruzar al otro lado, sacando un cuchillo de su cinturón.
Justo cuando parecía que clavaría el cuchillo en el cuello de Maya, Sinoé la cogió en volandas y la sacó del río. Dio una fuerte patada al tronco para terminar de meterlo en el río y la corriente se lo llevó, así como al cazador. El río se salía de su caudal y todo el suelo parecía un pantano que descendía con fuerza.
—¡Chica! —gritó Sinoé, poniéndola en pie y enfrentándose a sus cabellos y ojos pálidos, recordando al ciervo decapitado— Corre.
Maya asintió, casi con una sonrisa en los labios, mientras el agua caía a regueros por su cabellera y su pecho. Lanzó una última mirada a Ela. Tiró el diario al suelo, y salió corriendo bosque adentro, como lo había hecho hasta entonces. El diario fue tragado por la corriente.
Mientras el último de los cazadores intentaba seguir a la joven, fue tragado por el río también.
Los troncos de los árboles más finos se zarandeaban y Ela se sujetaba a uno para no ser arrastrada por el agua que ahora inundaba todo.
Agarró la mano que Sinoé la alcanzaba, pero no consiguieron avanzar. Se quedaron los dos abrazados a aquel árbol, aguantando el agua fría y violenta chocar contra sus cuerpos.
—¿Por qué la dijiste que se fuera? —susurró Ela.
Ela recordó el diario, recordó a Maya intentando recordar trozos de su vida. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—El ciervo blanco murió, Ela —dijo Sinoé, desplegando el panfleto arrugado y ahora mojado que le había dado la noche anterior—. Pero no se llevaron nada con él.
Mientras los dos escapaban del bosque, las raíces de los árboles aseguraban el terreno y devolvían a su cauce natural el río. Los animales volvieron a sus nidos y de la tierra resurgió un diario ahogado, con las páginas en blanco.

Un comunicado se dio a la familia Torres: Maya estaba muerta, y su cuerpo formaba ahora parte del bosque.

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