Saturnino y el Misterio de Calebais. Parte III: Compañero


Solo bastó nombrar Calebais para que Diago comenzara a negar con la cabeza.
—¡Escúchame! —exclamó Saturnino, levantándose del suelo—. ¿A caso no quieres saber qué me dijo mi amigo? Diago, aunque seamos distintos, ambos trabajamos juntos y sé que deseas saber qué hay más allá de ese océano tanto como yo.
El joven miró a través de la ventana y Saturnino supo que tenía razón.
—Mi amigo me sorprendió con lo siguiente: un dragón puede aguantar un mes volando. Sin embargo, se sabe que ha habido grandes dragones que se echaron a volar sobre el océano y no volvieron en varios años. Volvieron, por lo que nada se los tragó. Pero tiene que haber tierra. Un dragón no aguanta volando tanto tiempo sin descansar.
Diago le miró como intentando asimilar el mensaje.
—Eso garantizaría que al otro lado del océano el mundo continúa —dijo después de unos minutos—, podemos presentar eso ante el tribunal.
—No podemos —dijo Saturnino—, eso es tan solo una conversación con un anciano a punto de morir. Todos sus estudios quedaron enterrados con su alianza, en Calebais.
Diago tragó saliva.
—Pero conseguiré recuperar esos estudios. Pretendo bajar a las minas de Calebais.
Diago negó con la cabeza.
—No, Saturnino. Presentaremos ese dato y esperaremos que nos crean. Estudiaremos a partir de eso, recogeremos más información. Y si no funciona y Odilia nos arrebata el observatorio… ya está, amigo. Buscaremos otro lugar donde seguir estudiando.
El chico caminaba de un lado a otro de la habitación circular y su voz temblaba.
Calebais era un lugar maldito. Una alianza que sucumbió en el desastre, cuyos miembros desconfiaban unos de otros y, a pesar de ser próspera y de lograr grandes cosas, hubo un enfrentamiento entre magos, y con ello muertes. Su guarida bajo tierra quedó enterrada y los únicos supervivientes aseguraron que el lugar estaba maldito por demonios, y que nadie podría pasar a recuperar los cuerpos o la sabiduría. Ni si quiera los hechizos desde la distancia permitían recuperar nada de las ruinas de Calebais, y por tanto estaban intactas. Nunca nadie había entrado, pues todos los magos temían relacionarse con demonios. Además, corría la leyenda de que un dragón gigante había sido atraído por la tragedia y vigilaba la entrada destruida a las minas. Nunca ningún mago se atrevió a nombrar Calebais, y los supervivientes se aislaron para dedicarse a olvidar, entre ellos el amigo de Saturnino.
—En Calebais existe demasiada sabiduría, Diago. Enterrada y abandonada. Alguien debe sacarla. El tribunal no me detendrá, pues todos desean saber qué hay más allá, pero ninguno se atreve a bajar.
—¡Porque es una locura! —gritó Diago— ¡Ese lugar está maldito! ¡Por demonios! No sobrevivirás Saturnino. Eres el mago más poderoso que conozco, y aún así no sobrevivirás. Amigo, tu vida vale más. No te dejaré ir.
Saturnino había comenzado a meter libros en una gran bolsa.
—No podemos perder más tiempo.
De repente, su cuerpo se alzó y una fuerza lo impulsó a través de la ventana. El cuerpo del viejo atravesó el cristal y aterrizó en la hierba húmeda.
—Rego herbam.
Un espino cercano comenzó a crecer a cámara rápida, sus tallos duros se acercaron como lianas de muerte y comenzaron a entretejerse entre la tierra y los ropajes de Saturnino, dejándolo cosido al suelo. En frente de él, Diago Jerbiton controlaba con sus manos los tallos acompañando con un movimiento circular.
—Diago, ¡estás loco!
—No te permitiré ir a Calebais. No sería un buen amigo si te dejara.
Saturnino lanzó una mirada al arbusto original y apretó un puño:
—Creo Ignem.
El arbusto prendió y así los tallos dejaron de hacer caso a Diago, retrocediendo. Saturnino aprovechó para levantarse y correr hacia la torre del observatorio. Allí esperaría a que su compañero entrara en razón. Cerró la puerta del faro tras de sí, pero mientras subía las empinadas escaleras, escuchó las bisagras desencajarse.
Saturnino apretó el ritmo y llegó al piso superior, cerró la segunda puerta, sintiéndose acorralado. No es que tuviera miedo de Diago, todo lo contrario. Sabía que él era mucho más poderoso que el joven, y tenía miedo de herirle. Pero tampoco podía dejarse retener.
Cogió la silla de su escritorio y la lanzó hacia la puerta, al grito de:
—¡Muto!
La silla triplicó su tamaño y su peso bloqueó la puerta, justo en el momento en que Diago intentaba abrirla.
Saturnino se apoyó sobre la mesa, intentando recuperarse de aquella repentina disputa. El ruido tras la puerta desapareció y Saturnino se temió lo peor.
Después de un par de minutos, vio aparecer por la ventana un ejército de pedazos de cristal afilado apuntándole directamente. Saturnino maldijo: eran los restos de la ventana rota.
En un abrir y cerrar de ojos, los cristales se lanzaron sobre él.
—¡Muto Terram! —gritó, cubriéndose con la mano y viendo cómo los trozos de cristal caían sobre él en forma de gotas de agua.
Después de esto, se asomó por la ventana. Su gran cabellera blanca se balanceó con el viento. Estiró una mano hacia la tierra, donde se encontraba Diago, y la impulsó hacia arriba, arrastrando el cuerpo del joven y dejando su cuerpo flotar sobre el acantilado, un par de metros más adelante.
El silencio se cernió sobre ellos, solo interrumpido por los gemidos de Diago y el fiero romper de las olas contra las rocas debajo de él.
—Diago —susurró Saturnino—, entra en razón. Llevo años intentando buscar otra solución, pero no la hay. Necesito una pista. Y esa pista está allí, en Calebais.
Diago le observó, con sus ojos brillantes y asustados.
—¿Me ayudarás, compañero?
Diago asintió, rendido.
Saturnino acercó su cuerpo hasta posarlo en el suelo.
—Necesito que vayas al Tribunal en mi nombre y digas lo que me dispongo a hacer. Diles que me den un año más. Un año para encontrar la pista y presentaré mi estudio, un estudio que nos garantizará este lugar por siempre.
Diago asintió.
—Después iré en tu búsqueda.
—No, Diago. Después te necesito aquí, cuidando del observatorio. Es donde más me ayudarías.
Diago asintió, aunque se quedó tirado en el suelo, abrazándose a sí mismo mientras su amigo, su compañero de toda una vida, recogía sus bártulos y libros más importantes.
Al día siguiente, Saturnino marchó a una tierra maldita, de donde nadie podía asegurar que fuera a volver.

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