Saturnino y el Misterio de Calebais. Parte I: El Observatorio


Quien haya visto la casa de Saturnino “El Loco” sabrá que lo que se pierde allí jamás se encuentra. Ni siquiera la magia más poderosa del mago más poderoso de Galicia sabría convocar el hechizo para encontrar el botón perdido de una capa.
En la punta del acantilado que la gente del lugar suele llamar Finis Terrae, hay un observatorio que nadie más puede ver, pues un embrujo lo camufla (los problemas que tendría la gente del futuro para construir el faro de Finisterre serán contados en otro capítulo).
La razón por la que la gente llama así al lugar, es que nadie más ha logrado avistar y mucho menos pisar nunca tierra al otro lado del denso océano. Por tanto, aquellas embravecidas aguas que chocan contra los acantilados son la personificación misma de los monstruos terribles que habitan allí, y que a los mortales quieren arrastrar hasta el fin del mar y lanzarles por el precipicio de la caída oscura y eterna.
En conclusión, Saturnino siempre ha vivido tranquilo, puesto que las leyendas y mitos han hecho de éste un lugar temible, al que nadie se acerca.
Su casa está bajo las luces del gran observatorio, parece una calabaza gigante en mitad de un robledal, con un tejado en punta. Las puertas y ventanas son de tablas de madera astillada y musgosa, a la humedad no le apetece a dar tregua. Las olas rompen contra las rocas grises, haciendo que la espuma de mar entre por las ventanas de día y que los rugidos no permitan a nadie dormir por la noche.
Y el exterior de esta cabaña no se puede terminar de imaginar sin que escuchemos el eterno sonido de un laúd tristón y nostálgico.
En el interior de la cabaña, el ambiente es diferente. El frío azul no cala en los huesos y las almas no lloran entre viento y viento. Dentro de la cabaña, Saturnino tiene encendido un fuego caliente y rojo para asustarlas, y nunca se apaga a menos que éste salga por la puerta.
Dentro de la casa se arremolina un amasijo de libros abiertos, yacen unos encima de otros, desfallecidos por el disgusto de sentirse olvidados, tirados en el suelo.
Sólo hay una mesa, grande y de madera de roble robusto, enterrada en utensilios climatológicos y veinte tinteros vacíos en fila que terminan en uno lleno, con una pluma de pavo real metida.
En las baldas de la casa, se remueven de gusto por el calor pequeñas hierbas aromáticas y curativas de la zona, metidas en pequeñas macetas.
Las ventanas se abren de ocho a doce de la mañana orientadas hacia el oeste, y el olor a sal está camuflado por el más notable olor a humedad de la llovizna constante, llanto de soledad de la temida Finis Terrae.
***
Saturnino observó por la ventana a través de sus gafas torcidas y gruñó pasa sí mismo. El día amanecía luminoso, eliminando todo rastro de la tormenta que parecía llegar el día anterior.
Salió de la casa, tropezando con varios cubos de madera colocados de manera dispersa por toda la tierra, y subió de dos en dos las escaleras que llevaban a lo alto del observatorio.
El hombre comenzó a trenzar su barba grisácea, cosa que solía hacer en momentos de tensión. Miró al horizonte, donde siempre parecía haber niebla.
—¡Perdo! —gritó, mientras se dirigía a la ventana, cuyo cristal se deshizo en miles de pedazos. Una bandada de cuervos echó el vuelo ante el estruendo. Saturnino los miró con desconfianza.
Se asomó por la ventana, evitando clavarse algún trozo de cristal en sus manos delgadas. Aquella maldita niebla sobre el océano nunca parecía desvanecerse, ni si quiera en los días de sol. Cogió un gran catalejo, se quitó las gafas con brusquedad y se lo pegó al ojo; al cabo de un rato lo volvió a dejar en su sitio, contrariado.
El día anterior había predicho tormenta. Nunca se había equivocado. Si Saturnino decía que en el mar habría tormenta, la habría. Más tarde o más temprano. Miró hacia las nubes, que debían ser densas y grises. Se acercó a la mesa donde tenía todos sus aparatos de trabajo y comenzó a leer las páginas de un gran libro.
Saturnino pertenecía a la casa de Bonisagus, de la orden de Hermes. Los magos Bonisagus se caracterizan por su pasión por el estudio de la magia, casi por su deber al estudio. Y Saturnino había sido allí como enviado para estudiar los fenómenos meteorológicos de aquella zona, tan dispares y extraños eran. ¿Sería cierto que más allá de aquel mar, la tierra caía en deshechas cataratas, y sucumbía a temibles criaturas? Saturnino no lo creía así.
Quería haber analizado la composición del agua de lluvia de aquella tormenta que parecía provenir de las profundidades de aquel océano. Tal vez aquello le diera una pista sobre su procedencia, o incluyera sustancias desconocidas hasta entonces. Sin embargo, los cubos dispersos habían aparecido vacíos, a excepción de uno en el que todavía dormitaba un palomo.
Saturnino vio pasar la gran página del manual de climatología por delante de sus narices, pero la frenó con la mano. Se había perdido en sus pensamientos en vez de leer. Quedaba poco para el tribunal, y él no tenía nada. ¿Y si le enviaban a otro paradero?
—Nunca —susurró para sí mismo. Nunca admitiría aquel rincón como el final de la tierra.
Sus tripas rugieron. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el eterno sonido del laúd había cesado.
—¿Dónde está ese Jerbiton?
Su pregunta fue respondida por el sonido de las risas: niños pequeños se acercaban a la linde del bosque. Saturnino bajó los escalones del observatorio y se metió corriendo en la calabaza que tenía por casa. Al cabo de unos minutos, la puerta de madera se abrió y un hombre de cabello rubio entró, con varios sacos de comida en las manos.
Saturnino esperó con recelo a que el hombrecillo dejara los sacos en la mesa.
—¡Mira este sol! ¿No es alegre, a caso? Dichosos seamos, pues pocas veces disfrutamos de él. —Cogió una manzana roja y pegó un mordisco. Después, lanzó otra a Saturnino, que había comenzado a rebuscar con ansia en el saco de los garbanzos.
—Anoche venía tormenta —fue lo único que dijo el viejo.
—Saturnino, disfruta de este día. Estudias demasiado. Los niños han salido todos a jugar a la plaza.
—No entiendo cómo puedes caer bien a la gente del pueblo. Tus canciones son deprimentes, Diago.
El hombre posó una mano sobre su laúd, como un padre que tapa los oídos a un niño para que no oiga una palabra fea.
—Y yo no entiendo por qué cada día la montaña de cristales rotos bajo el observatorio se hace más grande. Es tan fácil como abrir la ventana en vez de romperla, viejo loco.
Diago Jerbiton era también un mago, aunque lo único que disfrutaba él de esa condición era el noble estudio de la magia musical. Nada interesaba al joven Jerbiton más que el tumbarse en las laderas húmedas encima de los acantilados y dejar mezclar la música de su laúd con el romper de las olas. También acostumbraba a bajar a las tabernas de la aldea más cercana para escuchar las nuevas y sacar a bailar a los niños del pueblo.
Al contrario que el resto de magos, la casa Jerbiton es, por lo común, una casa de magos interesados por la sociedad, no pueden vivir aislados, y es normal que los mundanos se vean atraídos hacia ellos, pues su aura mágica suele ser positiva para ellos.
Mejor compañero no podía haber elegido Saturnino, pues aunque sus personalidades eran opuestas, y al viejo le ponía de los nervios la pasividad del joven respecto a los estudios, Diago siempre traía las noticias y la comida, haciendo que Saturnino no tuviera que entablar contacto con ningún mundano.
—Saturnino, el pueblo está alterado —dijo Diago, acariciando las finas cuerdas de su laúd y frenando al viejo, que se disponía a volver al observatorio—. Dicen que sus cosechas están plagadas de cuervos, y ya sabes que son animales de mal augurio.
—¿Qué quieres decir con eso?
—La fecha del tribunal se acerca y la casa Bjornaer ha sido invitada, ¿no es cierto?
Saturnino volvió a gruñir.
—Pueden ser cuervos cualesquiera. En esta tierra hay muchos. Estarán emigrando —dijo poco seguro.
Diago observó a su compañero y se encogió de hombros. Se llenó los bolsillos del chaleco de manzanas y salió de la casa arrastrando sus pantalones, demasiado anchos; mientras silbaba bajo el sol mañanero.

Saturnino subió al observatorio y no dejó de trabajar en toda la tarde.

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