Médula



Cuenta la leyenda de aquel pueblo, al sur de Alvia, que el bosque más cercano fue un bosque de brujas. Un bosque pequeño y oscuro al que nadie se atrevía a entrar por si los cuervos a uno le sacaban los ojos. Decían las lenguas que siempre uno era observado, y por tanto lo llamaron el Bosque de las Caras.
Dentro de aquel bosque nacía un arroyo, cuyas aguas arrastraban todo tipo de objetos hasta la aldea: cuencos con simbología desconocida, muñecas con miradas bizarras o sonajeros de madera.
Llegó el día en que un joven arqueólogo llegó al poblado y pidió vivir en la cabaña más cercana para poder estudiar la magia de aquel bosque. A los pocos días, se le vio con un bebé, una niña, con la cara llena de pecas, el cabello de oro y la mirada de fuego. Nunca se supo de su madre.
La niña, Médula, creció pero nunca llegó a integrarse con los niños del pueblo, pues prefería recolectar pequeñas raíces en botecitos de cristal, caminar durante las noches por las carreteras desiertas y hablar con su pez, una carpa dorada. Llevaba siempre en sus manos una pequeña pecera redonda donde el pez nadaba a sus anchas, y cualquiera habría dicho que además la respondía.
Poco a poco, las gentes del pueblo comenzaron a sospechar de brujería, comenzaron a sospechar de aquel arqueólogo que no conseguía sacar secreto alguno ni desvelar ningún misterio.
El arqueólogo, al que rara vez se veía junto a la niña que cuidaba, nunca dejó pasar a nadie a aquel bosque. Ni siquiera a Médula, que cada día intentaba colarse para estudiar la botánica de aquel místico lugar, del que tantas leyendas e historias había escuchado. Supongo que nadie la conoció realmente, pero dicen que la joven observaba desde su habitación el comienzo del bosque con ojos brillantes y curiosidad de gato.
Sin embargo, una tarde de verano, la cabaña del bosque echó a arder. El primer grito de auxilio lo dio la enfermera, que casualmente pasaba por allí. Lo último que vio fue a Médula correr bosque adentro con su bolso de tela y su pecera contra el pecho. Cuando logró acercarse a la casa y distinguir al arqueólogo, le ayudó a salir de la casa en llamas, pero antes de agradecérselo si quiera, el hombre salió como alma que persigue el diablo corriendo hacia el bosque, con las ropas chamuscadas.
Las ramas de los árboles parecían trenzarse por minutos como el cabello tosco y encrespado de una vieja bruja, cerrando toda entrada de luz, escondiendo todo resquicio del cielo rosado del atardecer. La noche tenía preferencia en aquel bosque, y sus árboles no permitirían al sol descubrir sus misterios. La enfermera no pudo ver nada más.
Médula, en efecto, era una bruja. La poca atención del supuesto padre había hecho que éste no se enterara hasta que la joven cumplió diecisiete años. Y qué mejor descubrimiento que aquel. La joven debió ver su avaricia en los ojos o la putrefacción de su corazón, el caso es que no esperó más y echó a correr en la dirección que su corazón la gritaba: el Bosque de las Caras.
La leyenda aquí puede ser de libre interpretación, pues nadie más que Médula y el arqueólogo entraron en aquel bosque de mala muerte. Sin embargo, a las gentes les gusta compartir historias tenebrosas y macabras en la taberna los domingos por la tarde. La leyenda sigue así: Médula tuvo que prender fuego con sus manos, y así los árboles asustados se apartaban a su paso. La joven estaba tan perdida y asustada por los constantes gritos de su padre, que sus sollozos eran escuchados por todo el bosque y aquello hizo que los árboles se removieran de pena. Un gran árbol musgoso despertó, sacando sus raíces del suelo y desperezándose, para sorpresa de la niña:
—Habéis llegado al interior del bosque.
—¿Quién sois?
—Solo una anciana. —El gran árbol se cubrió el tronco con las ramas, casi intentando esconderse detrás— Fuego brota de tus manos. No, no lo apagues —añadió, al ver que la niña, temblorosa, recogía el brazo hacia sí—. No serás capaz de ver nada sin él. Y tampoco podrán verte.
—Me persiguen. No quiero que me vean.
El árbol entornó su tronco, doblándolo para acercarse al suelo. Médula caminó hacia atrás intentando evitar las ramas de aquel árbol como si fueran los tentáculos de un calamar gigante, y sujetando la pecera de cristal con su pequeño amigo contra el pecho.
Una rama frenó su huida por la espalda y la joven, pegada al árbol, creyó reconocer un rostro en la corteza. Unos labios leñosos que se movían a medida que la voz sonaba, una voz grave.
—¿Y por qué piensas que te esconderemos?
—Porque este bosque era de las brujas, al menos tiempo atrás.
—¿Y quién es el que te persigue, mi niña?
Médula sollozó.
—Mi padre. Descubrió lo que soy.
—Entonces tu padre no es quién dice ser —dijo el árbol—. Sigue el arroyo y llega hasta su fuente. Allí encontrarás respuestas.
Sin embargo, los constantes gritos del arqueólogo para dar con ella se acercaron, y la niña no pudo hacer otra cosa que apagar el fuego con un chasquido de dedos. Todo se sumió en oscuridad, y lo único que podía escucharse era el lamento de los árboles por aquella joven:
Médula
Médula
Médula
Fue entonces cuando la niña llegó al arroyo que supo cómo llegaría a su fuente sin uso de luz: liberó a su amigo de toda una vida, volcó la pecera en el arroyo de aguas frías y negras, para que éste le guiara con su voz y ella pudiera seguir sus saltos de color naranja a contra corriente.
Así llegaron al origen del arroyo: una gran piedra circular que escupía agua, que resbalaba por la piedra llena de musgo oscuro y tallos que bailaban al compás. Bajaba por unos escalones de piedra, donde una manta blanca estaba enganchada en raíces y tallos, empapada. Parecía que desaparecería río abajo, pero nunca ocurrió. Un bastón de madera estaba apoyado en la roca, como si un mago se hubiera olvidado de él.
Éste es el lugar que del que todos los forasteros hablan cuando llegan a los poblados de Alvia. Un santuario natural donde las luciérnagas se posan, la única fuente de luz de aquel bosque de sombras.
Médula llegó a aquel santuario y la pregunta a su respuesta fue aquella manta descolocada. Cada vez se unían más lamentos al cántico de su nombre:
Médula
Médula
Médula
El arqueólogo llegó justo a tiempo para ver a la joven desenredar el manto blanco y acercarlo a sus labios. Con ese acto, supo él que solo la joven bruja sería capaz de desenterrar los misterios ocultos de un bosque que jamás le dejó sacar nada. Éstas fueron sus palabras:
—Aquí fui donde te encontré, un bebé en un manto, rodeada de agua y flores blancas. Pensé que alguien te había abandonado a morir. Te llevé y te crié, nunca encontré a tus padres. Estudié el bosque, pero a cada tesoro que encontraba, el bosque se lo quedaba. Intenté desenterrar su oro, pero cavé durante diez noches sin poder llegar a él, a pesar de que mis aparatos lo encontraban y mis ojos veían su destello. Intenté lavar las rocas y descifrar sus mensajes, pero el musgo no cesa de crecer. Los líquenes se comen las cortezas de los árboles y ocultan los ojos que sé que me observan mientras camino. Y esa manta… te pude coger a ti, pero no esa manta. Eternamente enterrada, nunca conseguí que mis manos la obtuvieran. Pero tú la has cogido. Tú eres capaz de sacar los tesoros. Porque eres una bruja y una bruja te dio a luz, el bosque te crió y alimentó. Hasta que yo te saqué de él.
Dicen que fue entonces cuando Médula se dio cuenta de por qué no había encajado en el poblado, de por qué cada tarde se quedaba mirando por la ventana aquel bosque que parecía llamarla, que parecía pedir su ayuda. Y ella nunca se la brindó.
El arqueólogo la cogió de las muñecas, pretendiendo encerrarla y utilizarla para por fin culminar su trabajo de investigación, y saquear aquel bosque, el cual durante años le había rechazado.
—He vuelto a mi hogar —dijo ella.
Médula atrajo el gran bastón y golpeó contra la tierra tres veces, tres únicas veces.
Médula
Médula
Médula
Y las brujas fueron liberadas de sus prisiones de leña. Las ramas de los árboles, huesudas y angulosas, comenzaron su descenso. Los rostros de leña abrieron ojos blancos como estrellas. Los troncos se torcieron hasta crear las vértebras de cada columna, y poco a poco, en el suelo caían entre hojas y cabellos enredados, entre suaves telas de araña, cuerpos esqueléticos que levantaban su mirada moribunda hacia el hombre intruso.
Las brujas se echaron encima de él, entre risas, convocando el poder del fuego que ya no podía herirlas.
El Bosque de las Caras era ahora un gran aquelarre preparando su cena, un aquelarre de brujas liberadas gracias a la guardiana, Médula, la niña del bosque que jamás debió ser raptada.
Médula se sentó en la piedra redonda, el puesto de Guardia, puesto al que había faltado toda una vida.
Cuando terminaron de devorar a su presa, las brujas volvieron a convertirse, poco a poco, en cadavéricos árboles. Los ojos de las brujas se ocultaron en los troncos de madera, y sus manos delgadas y huesudas se transformaron en ramas de nuevo.
El pez, amuleto de Médula, se dice ahora que patrulla los ríos de Alvia, saltando a contra corriente e informándole sobre todo lo que acontece mientras ella guarda el bosque de sus antepasadas.
Y ésta es la leyenda de Médula. Hay quien dice que la bruja vive aún dentro del bosque, y que no dejará a nadie entrar. Que si entra alguien, revivirá a su aquelarre, hambriento, cuando éste la llame.
Médula
Médula
Médula


Ideas: Bruja (modernizada), pez de la suerte.



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