La pantalla del móvil iluminaba el rostro de León mientras caminaba hacia casa.
Eran aquellas horas de la noche en que las farolas comienzan a parpadear de sueño y los coches que pasan por la carretera son tan solitarios como los que aparecen en las películas de miedo.
La madre de León había hecho veintiocho llamadas mientras éste había estado fuera, y había enviado un número todavía mayor de mensajes, pidiendo que volviera a casa lo antes posible.
Lo más seguro era que su madre se hubiera puesto nerviosa por la noticia que corría en el barrio: un hombre joven llevaba desaparecido desde la noche anterior. Creía recordar que había sido el entrenador de aerobic de su madre, por tanto, la noticia le había causado conmoción y llevaba todo el día nerviosa, tanto, que apenas le dejó salir de casa.
En aquel momento, a la luz de las farolas, León observaba aquel mensaje:
¿Cuándo llegas? Tenemos que hablar.
¿A las cuatro de la mañana? Pensó él, ajustándose las gafas, como solía hacer cuando estaba incómodo. Bloqueó el móvil y lo echó en el bolsillo de su cazadora. Era cierto que estaba llegando tarde, pero aquello era lo usual cuando salía con sus amigos. ¿De verdad iba a regañarle por eso?
En eso iba pensando mientras subía la cuesta de su calle, cuando se encontró un gato. León sonrió: el gato era gris y parecía una esfinge. Estaba quieto en la calle y observaba con sus ojos amarillos la luna.
Al ver que el gato no se acercaba, León se acercó poco a poco. Sin embargo, una vez el joven estuvo agachado y hubo extendido una mano para acariciarle, el gato se levantó como si hubiera accionado un resorte, dio varias vueltas a su alrededor, oliendo, y maulló.
Después se dirigió a un caminillo de tierra que salía de la calle principal y se metía en una arboleda. Pero antes de meterse en el camino, el gato gris se giró y le observó. ¿Era aquello una invitación?
Una vibración sacó a León de su ensueño: sacó el móvil del bolsillo.
León, por favor, ven ya.
León escribió a su madre un mensaje para tranqulizarla: Estoy ya subiendo la calle.
Sin embargo, dio un paso hacia el gato, y éste al ver que lo seguía, dio varias vueltas sobre sí mismo, feliz. Después, comenzó a caminar hacia la arboleda. León tragó saliva al ver la oscuridad de fondo, y no pudo evitar pensar en el entrenador. Pero fue un pensamiento subliminal, de esos que cruzan la mente sin darse uno cuenta.
Encendió la linterna del móvil y siguió los pasos del animal en la arena. Escuchó algo parecido al correr de agua: ¿estaría el río lleno? Cuando era pequeño, él y su madre solían cruzar el río y atajar para llegar a casa. Había que pasar por encima de una tubería de cemento, él siempre lo vio como una aventura. Su madre siempre andaba preocupada, diciendo que algún día tendrían un accidente, pero León siempre la convencía.
Sonrió al recordar. En efecto, el río estaba lleno de agua. El gatito saltó encima de un árbol y comenzó a caminar por una gran rama. León se acercó a él, asustado, procurando no deslumbrarle.
—Oye, pequeñín, te vas a caer. ¿Dónde me estás llevando, a tu casa?
No se dio cuenta de que el gato se había quedado allí parado, en aquella rama, dejándose acariciar. Sus ojos se fijaban en la orilla del río. León metió el móvil-linterna en el bolsillo de su vaquero y cogió al gatito en brazos, pero cuando se giró se quedó petrificado: un cuerpo yacía en la orilla del río. Las piernas del cuerpo se balanceaban en el agua, sus brazos estaban extendidos en la tierra de la orilla, y en una mano sujetaba una cantimplora. León reconoció la cara del entrenador por las fotos del periódico; pero la palidez de su rostro no le sugería nada bueno.
León apretó al gatito entre sus brazos, preguntándose si lo habría descubierto hacía mucho tiempo, si habría intentado llevar a más gente a aquel sitio, o si había sido una mera casualidad.
Fue entonces cuando escuchó el crujir de unos pasos en el camino.
León miró hacia el cuerpo en el río, nervioso, sin saber qué hacer.
¿Estaría muerto? ¿Quién caminaba por aquel camino a las cuatro de la mañana? Recordó los titulares de las noticias más macabras. Sin pensar apenas en ello, caminó hacia atrás, abrazando el pequeño cuerpo del gato. Buscó entre los árboles y las zarzas la vieja tubería. La encontró, enterrada en malas hierbas, y comenzó, con sumo cuidado, a cruzar, guiándose solo por la blanquecina luz de la linterna.
Cuando llegó a la orilla contraria, se tiró tras unos arbustos y soltó al gato para apagar la linterna. La oscuridad se sumió en aquella pequeña arboleda, y León vio de lejos a una señora, agachada sobre el cuerpo del entrenador. La mujer había cogido la cantimplora y la limpiaba en el río. Llevaba un vestido negro y el cabello granate a media melena.
El gato gris comenzó a maullar. León sintió cómo su corazón comenzaba a latir deprisa. Cogió al gato entre sus brazos, pero éste se deshizo de su abrazo y salió corriendo de su escondite. León lo vio cruzar por la tubería, mientras la bruja levantaba la mirada del cuerpo y sonreía. El gato gris parecía ser suyo, y León tuvo la inocente sensación de haber sido traicionado.
—Tú, chico. —León se quedó paralizado tras las zarzas, escuchando aquella voz tranquila a pesar del ruido del agua— Sé que estás ahí. Ayúdame a llevar este cuerpo a mi casa y te dejaré tranquilo.
La mujer le miraba con sus ojos marrones a través de los huecos entre las hojas y las espinas.
—No está muerto —añadió ella, poniendo los ojos en blanco, viendo que León no salía—, solo inconsciente. Fue un encargo, a ti no te voy a hacer nada.
León se miró las manos. Le temblaban tanto que por un momento pensó que tenía un ejército de hormigas recorriendo sus dedos. Las sacudió de igual manera para librarse de la sensación. Después salió de su escondite y se acercó, mirando con nuevos ojos al cuerpo tirado en el río.
—¿Qué le ha pasado?
—Tomó algo que le sentó mal —respondió ella, sin prestar mucha atención al chico, solo a la cantimplora.
León se sobresaltó cuando la pantalla de su móvil se iluminó. Por suerte, la mujer no lo vio: era su madre llamando. Lo único que quería hacer era escuchar la voz de su madre y pedirla ayuda. Se sintió un niño, a pesar de tener veinte años. Pero a la vez sentía vergüenza: ¿Cómo diría a su madre que tenía miedo? Cuándo ella llevaba teniéndolo durante la noche entera.
Se pasó por su cabeza aceptar la llamada pero no hablar, para que su madre supiera que estaba en una situación extraña; pero después pensó que se preocuparía todavía más.
Metió el teléfono de nuevo en el bolsillo, justo en el momento en que la mujer se dirigía a él.
—Coge de los hombros, yo cogeré por las piernas.
—¿Está bien? —preguntó él antes de hacer nada, con voz temblorosa.
—Ya te he dicho que sí.
—Deberíamos llamar a la policía o a su familia, avisar de que sabemos dónde está. Llevan buscándole un día entero.
León no sabía hacia dónde dirigir la mirada en aquella oscuridad, los ojos de la mujer parecían oscuros y siniestros. Decidió mirar al gato, que ronroneaba cerca de ella.
—No vamos a hacer nada de eso. Primero lo llevamos a mi casa.
León asintió ante su mirada, clavada en él.
—¿Está muy lejos? —preguntó, a punto de echarse a llorar.
—No, niño, vivo en este vecindario. Oye, que no te voy a hacer nada. Coge de los hombros.
León hizo caso y transportó el cuerpo, en silencio, caminando hacia atrás, mientras la mujer iba a llamando al gato para que los siguiera. En aquel silencio, solo interrumpido por el crujir de las ramas de los árboles y el correr del río, León comenzó a pensar en que si la mujer había cometido un delito, él estaba metido de lleno también. Comenzó, como cuando uno cree que ha hecho algo malo o cuando está a punto de decir una mentira, a contarse a sí mismo lo que diría para ver si sonaba creíble o natural. Tan concentrado estaba, que no se dio cuenta de que ya habían llegado a la casa, y que la mujer abría la puerta delantera. Vivía un par de casas más abajo que la suya misma.
Nada más entrar, sintió cómo una nube de aromas mezclados le rodeaba e impregnaba sus sentidos. Incienso.
Las aperturas donde, de lo normal, ocupan puertas, estaban cubiertas con telas como cortinas pesadas de colores.
Dejaron el cuerpo en un sofá, y León creyó que había escuchado mal cuando la mujer le preguntó si quería tomar algo.
—No —respondió, confuso, mientras observaba aquella casa. Parecía la guarida de una bruja. Como para confirmar, el gato gris se subió a una mesa y maulló, mirándole fijamente con sus ojos amarillos.
—Dijiste que había sido un encargo.
La mujer, que se había servido una copa, asintió. Le ofreció un vaso de agua, él dudó.
—¿Vas a hacerme beber antes, como en las películas o qué? —dijo con una sonrisa.
León sonrió también ante el comentario. El ver a aquella mujer por su casa, tranquila, y sonriente pareció tranquilizarle, a pesar del cuerpo tirado en el sofá.
—Quiero abrir un tarot.
León casi escupió el pequeño trago de agua que había dado.
—¿Qué tiene que...?
—Mi primer cliente estaba muy molesto con este hombre y yo predije que algo malo le sucedería.
León no pudo evitar la expresión que se dibujó en su rostro.
—¿Predijo usted? -dijo él mirando al cuerpo inconsciente y olvidando su miedo.
—Si no ocurre lo que augurio, menudo negocio.
León se llevó una mano al rostro.
—Espero que no augurie usted ninguna muerte.
La mujer dio un trago y negó con la cabeza, pero poco convencida. Se terminó la copa y dejó el vaso en la mesa donde estaba el gato, que comenzó a olisquear. Después, se acercó a su bolso y sacó un billete, se lo dio.
—No cuentes nada. Por favor. No voy a hacer daño a nadie.
—Ese hombre lleva un día desaparecido.
La mujer volvió a poner los ojos en blanco, como si aquello fueran gajes del oficio que aquel niño no podía entender.
—¿Entonces lo contarás? Necesito ganarme la vida.
El teléfono volvió a sonar. Su madre había hecho cinco llamadas más. León miró el billete de cincuenta euros que había en su mano, y notó de golpe el cansancio de la noche y la tensión acumuladas.
—Primero despiértale —se forzó a decir.
La mujer se acercó, suspirando, al joven.
—Hay que llevarle a la calle, entonces.
Así hicieron. Una vez estuvo el hombre tirado en mitad de la carretera, la bruja sacó un pañuelo y lo puso en su nariz.
El hombre dio un respingo y pegó un salto, como recién despertado de un mal sueño, y observó a las dos personas que tenía a su alrededor.
—¿Está bien? —dijo la mujer, con voz dulce y preocupada, agachada a su lado.
León abrió la boca, pero una mirada de aquella mujer le indicó que la cerrara y la dejara a ella actuar.
—¿Qué ha pasado?
—Se debió desmayar corriendo. Tome, esta cantimplora es suya. Vuelva a casa, su familia está preocupada. Llevan buscándole todo el día.
—No se qué ha podido pasar. Muchísimas gracias, debe ser tarde.
—Tanto deporte, no es bueno —dijo ella, sonriendo, mientras el hombre se alejaba.
León y ella se quedaron mirándole mientras se alejaba.
—¿Ves? No le ocurre nada. ¿Guardarás mi secreto?
Asintió.
***
Cuando León llegó a casa, soltó el móvil en el recibidor y suspiró. El cansancio se le echó encima como un gran saco.
Eran las siete de la mañana y el sol había comenzado a salir, entrando por las ventanas y llenando el salón de luces naranjas.
León puso a fuego la cafetera en cuanto escuchó la puerta del cuarto de su madre abrirse.
Abrió la puerta del jardín, y de fondo vio la arboleda.
—¿Se puede saber por qué no contestas?
—Perdón, mamá. Nos liamos y al final se nos hizo tarde —mintió—. No quería preocuparte.
—No estaba preocupada, solo asustada.
Su madre parecía nerviosa, tenía las manos temblorosas y los ojos rojos, pero de alguna manera parecía comenzar a tranquilizarse.
León se colocó las gafas, un poco descolocado. Había ignorado a su madre toda la noche y no había pensado que pudiera estar mal por otras cosas.
León preguntó con la mirada a la mujer, un poco más bajita que él, y ella entendió. Comenzó a caminar de un lado a otro, explicándose:
—Verás, el otro día vino una mujer a leerme las cartas, y ya sabes que yo no creo en nada de eso. Le dije que no me vendiera la moto, pero ella me dijo que no me cobraría, que sería de prueba, y bueno, ya sabes, uno piensa que será gracioso.
»El caso es que después yo me quejé de mi entrenador de aerobic porque nos hacía entrenar mucho y al levantarme tenía agujetas. Me dijo que no me preocupara, que había visto en las cartas que algo malo le sucedería. Ay, León, cuando leí que había desaparecido me sentí fatal. Llevo toda la noche de los nervios. Pero no te preocupes, acaba de avisar su familia de que ya llegó a casa. León, la brujería existe, te lo digo yo. Esa mujer tenía razón. Vive aquí abajo, oye, la visitaré más tarde.
León, que se había quedado de piedra, asintió. Su madre se sirvió un café.
—¿Y tú, qué tal la noche? Oye, estás lleno de pelos de gato —dijo ella, acercándose y sacudiendo su sudadera—. Esta mujer también tenía un gatito gris, y no se me quitaba de encima. Me dijo su dueña que si me olía, sería capaz de reconocerme y llevarme hasta ella, si me consideraba su amiga. Qué listos son los gatos.
León, por segunda vez en poco tiempo, casi escupe el café que tenía en la boca.
—¿Estás bien?
—Creo que me voy a dormir.
Su madre se quedó observando, extrañada, como su hijo subías las escaleras y desaparecía hacia su cuarto.
Eran aquellas horas de la noche en que las farolas comienzan a parpadear de sueño y los coches que pasan por la carretera son tan solitarios como los que aparecen en las películas de miedo.
La madre de León había hecho veintiocho llamadas mientras éste había estado fuera, y había enviado un número todavía mayor de mensajes, pidiendo que volviera a casa lo antes posible.
Lo más seguro era que su madre se hubiera puesto nerviosa por la noticia que corría en el barrio: un hombre joven llevaba desaparecido desde la noche anterior. Creía recordar que había sido el entrenador de aerobic de su madre, por tanto, la noticia le había causado conmoción y llevaba todo el día nerviosa, tanto, que apenas le dejó salir de casa.
En aquel momento, a la luz de las farolas, León observaba aquel mensaje:
¿Cuándo llegas? Tenemos que hablar.
¿A las cuatro de la mañana? Pensó él, ajustándose las gafas, como solía hacer cuando estaba incómodo. Bloqueó el móvil y lo echó en el bolsillo de su cazadora. Era cierto que estaba llegando tarde, pero aquello era lo usual cuando salía con sus amigos. ¿De verdad iba a regañarle por eso?
En eso iba pensando mientras subía la cuesta de su calle, cuando se encontró un gato. León sonrió: el gato era gris y parecía una esfinge. Estaba quieto en la calle y observaba con sus ojos amarillos la luna.
Al ver que el gato no se acercaba, León se acercó poco a poco. Sin embargo, una vez el joven estuvo agachado y hubo extendido una mano para acariciarle, el gato se levantó como si hubiera accionado un resorte, dio varias vueltas a su alrededor, oliendo, y maulló.
Después se dirigió a un caminillo de tierra que salía de la calle principal y se metía en una arboleda. Pero antes de meterse en el camino, el gato gris se giró y le observó. ¿Era aquello una invitación?
Una vibración sacó a León de su ensueño: sacó el móvil del bolsillo.
León, por favor, ven ya.
León escribió a su madre un mensaje para tranqulizarla: Estoy ya subiendo la calle.
Sin embargo, dio un paso hacia el gato, y éste al ver que lo seguía, dio varias vueltas sobre sí mismo, feliz. Después, comenzó a caminar hacia la arboleda. León tragó saliva al ver la oscuridad de fondo, y no pudo evitar pensar en el entrenador. Pero fue un pensamiento subliminal, de esos que cruzan la mente sin darse uno cuenta.
Encendió la linterna del móvil y siguió los pasos del animal en la arena. Escuchó algo parecido al correr de agua: ¿estaría el río lleno? Cuando era pequeño, él y su madre solían cruzar el río y atajar para llegar a casa. Había que pasar por encima de una tubería de cemento, él siempre lo vio como una aventura. Su madre siempre andaba preocupada, diciendo que algún día tendrían un accidente, pero León siempre la convencía.
Sonrió al recordar. En efecto, el río estaba lleno de agua. El gatito saltó encima de un árbol y comenzó a caminar por una gran rama. León se acercó a él, asustado, procurando no deslumbrarle.
—Oye, pequeñín, te vas a caer. ¿Dónde me estás llevando, a tu casa?
No se dio cuenta de que el gato se había quedado allí parado, en aquella rama, dejándose acariciar. Sus ojos se fijaban en la orilla del río. León metió el móvil-linterna en el bolsillo de su vaquero y cogió al gatito en brazos, pero cuando se giró se quedó petrificado: un cuerpo yacía en la orilla del río. Las piernas del cuerpo se balanceaban en el agua, sus brazos estaban extendidos en la tierra de la orilla, y en una mano sujetaba una cantimplora. León reconoció la cara del entrenador por las fotos del periódico; pero la palidez de su rostro no le sugería nada bueno.
León apretó al gatito entre sus brazos, preguntándose si lo habría descubierto hacía mucho tiempo, si habría intentado llevar a más gente a aquel sitio, o si había sido una mera casualidad.
Fue entonces cuando escuchó el crujir de unos pasos en el camino.
León miró hacia el cuerpo en el río, nervioso, sin saber qué hacer.
¿Estaría muerto? ¿Quién caminaba por aquel camino a las cuatro de la mañana? Recordó los titulares de las noticias más macabras. Sin pensar apenas en ello, caminó hacia atrás, abrazando el pequeño cuerpo del gato. Buscó entre los árboles y las zarzas la vieja tubería. La encontró, enterrada en malas hierbas, y comenzó, con sumo cuidado, a cruzar, guiándose solo por la blanquecina luz de la linterna.
Cuando llegó a la orilla contraria, se tiró tras unos arbustos y soltó al gato para apagar la linterna. La oscuridad se sumió en aquella pequeña arboleda, y León vio de lejos a una señora, agachada sobre el cuerpo del entrenador. La mujer había cogido la cantimplora y la limpiaba en el río. Llevaba un vestido negro y el cabello granate a media melena.
El gato gris comenzó a maullar. León sintió cómo su corazón comenzaba a latir deprisa. Cogió al gato entre sus brazos, pero éste se deshizo de su abrazo y salió corriendo de su escondite. León lo vio cruzar por la tubería, mientras la bruja levantaba la mirada del cuerpo y sonreía. El gato gris parecía ser suyo, y León tuvo la inocente sensación de haber sido traicionado.
—Tú, chico. —León se quedó paralizado tras las zarzas, escuchando aquella voz tranquila a pesar del ruido del agua— Sé que estás ahí. Ayúdame a llevar este cuerpo a mi casa y te dejaré tranquilo.
La mujer le miraba con sus ojos marrones a través de los huecos entre las hojas y las espinas.
—No está muerto —añadió ella, poniendo los ojos en blanco, viendo que León no salía—, solo inconsciente. Fue un encargo, a ti no te voy a hacer nada.
León se miró las manos. Le temblaban tanto que por un momento pensó que tenía un ejército de hormigas recorriendo sus dedos. Las sacudió de igual manera para librarse de la sensación. Después salió de su escondite y se acercó, mirando con nuevos ojos al cuerpo tirado en el río.
—¿Qué le ha pasado?
—Tomó algo que le sentó mal —respondió ella, sin prestar mucha atención al chico, solo a la cantimplora.
León se sobresaltó cuando la pantalla de su móvil se iluminó. Por suerte, la mujer no lo vio: era su madre llamando. Lo único que quería hacer era escuchar la voz de su madre y pedirla ayuda. Se sintió un niño, a pesar de tener veinte años. Pero a la vez sentía vergüenza: ¿Cómo diría a su madre que tenía miedo? Cuándo ella llevaba teniéndolo durante la noche entera.
Se pasó por su cabeza aceptar la llamada pero no hablar, para que su madre supiera que estaba en una situación extraña; pero después pensó que se preocuparía todavía más.
Metió el teléfono de nuevo en el bolsillo, justo en el momento en que la mujer se dirigía a él.
—Coge de los hombros, yo cogeré por las piernas.
—¿Está bien? —preguntó él antes de hacer nada, con voz temblorosa.
—Ya te he dicho que sí.
—Deberíamos llamar a la policía o a su familia, avisar de que sabemos dónde está. Llevan buscándole un día entero.
León no sabía hacia dónde dirigir la mirada en aquella oscuridad, los ojos de la mujer parecían oscuros y siniestros. Decidió mirar al gato, que ronroneaba cerca de ella.
—No vamos a hacer nada de eso. Primero lo llevamos a mi casa.
León asintió ante su mirada, clavada en él.
—¿Está muy lejos? —preguntó, a punto de echarse a llorar.
—No, niño, vivo en este vecindario. Oye, que no te voy a hacer nada. Coge de los hombros.
León hizo caso y transportó el cuerpo, en silencio, caminando hacia atrás, mientras la mujer iba a llamando al gato para que los siguiera. En aquel silencio, solo interrumpido por el crujir de las ramas de los árboles y el correr del río, León comenzó a pensar en que si la mujer había cometido un delito, él estaba metido de lleno también. Comenzó, como cuando uno cree que ha hecho algo malo o cuando está a punto de decir una mentira, a contarse a sí mismo lo que diría para ver si sonaba creíble o natural. Tan concentrado estaba, que no se dio cuenta de que ya habían llegado a la casa, y que la mujer abría la puerta delantera. Vivía un par de casas más abajo que la suya misma.
Nada más entrar, sintió cómo una nube de aromas mezclados le rodeaba e impregnaba sus sentidos. Incienso.
Las aperturas donde, de lo normal, ocupan puertas, estaban cubiertas con telas como cortinas pesadas de colores.
Dejaron el cuerpo en un sofá, y León creyó que había escuchado mal cuando la mujer le preguntó si quería tomar algo.
—No —respondió, confuso, mientras observaba aquella casa. Parecía la guarida de una bruja. Como para confirmar, el gato gris se subió a una mesa y maulló, mirándole fijamente con sus ojos amarillos.
—Dijiste que había sido un encargo.
La mujer, que se había servido una copa, asintió. Le ofreció un vaso de agua, él dudó.
—¿Vas a hacerme beber antes, como en las películas o qué? —dijo con una sonrisa.
León sonrió también ante el comentario. El ver a aquella mujer por su casa, tranquila, y sonriente pareció tranquilizarle, a pesar del cuerpo tirado en el sofá.
—Quiero abrir un tarot.
León casi escupió el pequeño trago de agua que había dado.
—¿Qué tiene que...?
—Mi primer cliente estaba muy molesto con este hombre y yo predije que algo malo le sucedería.
León no pudo evitar la expresión que se dibujó en su rostro.
—¿Predijo usted? -dijo él mirando al cuerpo inconsciente y olvidando su miedo.
—Si no ocurre lo que augurio, menudo negocio.
León se llevó una mano al rostro.
—Espero que no augurie usted ninguna muerte.
La mujer dio un trago y negó con la cabeza, pero poco convencida. Se terminó la copa y dejó el vaso en la mesa donde estaba el gato, que comenzó a olisquear. Después, se acercó a su bolso y sacó un billete, se lo dio.
—No cuentes nada. Por favor. No voy a hacer daño a nadie.
—Ese hombre lleva un día desaparecido.
La mujer volvió a poner los ojos en blanco, como si aquello fueran gajes del oficio que aquel niño no podía entender.
—¿Entonces lo contarás? Necesito ganarme la vida.
El teléfono volvió a sonar. Su madre había hecho cinco llamadas más. León miró el billete de cincuenta euros que había en su mano, y notó de golpe el cansancio de la noche y la tensión acumuladas.
—Primero despiértale —se forzó a decir.
La mujer se acercó, suspirando, al joven.
—Hay que llevarle a la calle, entonces.
Así hicieron. Una vez estuvo el hombre tirado en mitad de la carretera, la bruja sacó un pañuelo y lo puso en su nariz.
El hombre dio un respingo y pegó un salto, como recién despertado de un mal sueño, y observó a las dos personas que tenía a su alrededor.
—¿Está bien? —dijo la mujer, con voz dulce y preocupada, agachada a su lado.
León abrió la boca, pero una mirada de aquella mujer le indicó que la cerrara y la dejara a ella actuar.
—¿Qué ha pasado?
—Se debió desmayar corriendo. Tome, esta cantimplora es suya. Vuelva a casa, su familia está preocupada. Llevan buscándole todo el día.
—No se qué ha podido pasar. Muchísimas gracias, debe ser tarde.
—Tanto deporte, no es bueno —dijo ella, sonriendo, mientras el hombre se alejaba.
León y ella se quedaron mirándole mientras se alejaba.
—¿Ves? No le ocurre nada. ¿Guardarás mi secreto?
Asintió.
***
Cuando León llegó a casa, soltó el móvil en el recibidor y suspiró. El cansancio se le echó encima como un gran saco.
Eran las siete de la mañana y el sol había comenzado a salir, entrando por las ventanas y llenando el salón de luces naranjas.
León puso a fuego la cafetera en cuanto escuchó la puerta del cuarto de su madre abrirse.
Abrió la puerta del jardín, y de fondo vio la arboleda.
—¿Se puede saber por qué no contestas?
—Perdón, mamá. Nos liamos y al final se nos hizo tarde —mintió—. No quería preocuparte.
—No estaba preocupada, solo asustada.
Su madre parecía nerviosa, tenía las manos temblorosas y los ojos rojos, pero de alguna manera parecía comenzar a tranquilizarse.
León se colocó las gafas, un poco descolocado. Había ignorado a su madre toda la noche y no había pensado que pudiera estar mal por otras cosas.
León preguntó con la mirada a la mujer, un poco más bajita que él, y ella entendió. Comenzó a caminar de un lado a otro, explicándose:
—Verás, el otro día vino una mujer a leerme las cartas, y ya sabes que yo no creo en nada de eso. Le dije que no me vendiera la moto, pero ella me dijo que no me cobraría, que sería de prueba, y bueno, ya sabes, uno piensa que será gracioso.
»El caso es que después yo me quejé de mi entrenador de aerobic porque nos hacía entrenar mucho y al levantarme tenía agujetas. Me dijo que no me preocupara, que había visto en las cartas que algo malo le sucedería. Ay, León, cuando leí que había desaparecido me sentí fatal. Llevo toda la noche de los nervios. Pero no te preocupes, acaba de avisar su familia de que ya llegó a casa. León, la brujería existe, te lo digo yo. Esa mujer tenía razón. Vive aquí abajo, oye, la visitaré más tarde.
León, que se había quedado de piedra, asintió. Su madre se sirvió un café.
—¿Y tú, qué tal la noche? Oye, estás lleno de pelos de gato —dijo ella, acercándose y sacudiendo su sudadera—. Esta mujer también tenía un gatito gris, y no se me quitaba de encima. Me dijo su dueña que si me olía, sería capaz de reconocerme y llevarme hasta ella, si me consideraba su amiga. Qué listos son los gatos.
León, por segunda vez en poco tiempo, casi escupe el café que tenía en la boca.
—¿Estás bien?
—Creo que me voy a dormir.
Su madre se quedó observando, extrañada, como su hijo subías las escaleras y desaparecía hacia su cuarto.
Choice Story nº 1: LEÓN
Decisiones (votaciones en IG):
1. ¿Seguir al gato gris o volver a casa? Seguir al gato gris (78%).
2. ¿Esconderse o esperar junto al cuerpo? Esconderse (64%).
3. ¿Ayudar a la mujer a llevar el cuerpo o salir corriendo? Ayudar a la mujer (82%).
4. ¿Guardar el secreto o disimular y llamar a la policía luego? Guardar secreto (78%).
Decisiones (votaciones en IG):
1. ¿Seguir al gato gris o volver a casa? Seguir al gato gris (78%).
2. ¿Esconderse o esperar junto al cuerpo? Esconderse (64%).
3. ¿Ayudar a la mujer a llevar el cuerpo o salir corriendo? Ayudar a la mujer (82%).
4. ¿Guardar el secreto o disimular y llamar a la policía luego? Guardar secreto (78%).
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