A cielo abierto

Si el vapor supiera que juego a adivinar sus formas en el cielo,

tal vez formara nubes para cada uno de mis estados de ánimo.

Acaricio con mi pie desnudo el cielo y noto su tacto algodonoso:

quien dijo que no se podía dormir sobre una nube

no tenía una ventana tan alta como la mía.

El sol se desliza sobre mis gemelos,

dorado caramelo.

 

Si me gustara componer canciones,

estoy segura de que sería incapaz 

de disfrutar tanto como disfruto de cantarlas:

a voz en grito.

Todo lo que me rodea me pregunta varias veces al día si lo quiero así,

como si yo fuera una reina eternamente insatisfecha.

 

Si mis ojos no tuvieran el molesto poder de anteponerse

a todas esas cosas que nunca pasarán,

tal vez yo pudiera detener la formación de nubarrones grises

y evitar que la lluvia recorra mis piernas 

y que llene la habitación hasta ahogarme.

 

Bajo las piernas del alfeizar, asustada.

No.

Sólo tengo que parpadear un par de veces

y el sol y el cielo y las nubes vuelven a acompañarme mientras canto.

 

Si me propongo sonreírle a la vida,

soy capaz de ser animadora y fan acérrima

mientras mi voz hace las piruetas que ella quiere;

capaz de moldear las nubes con los pies

y de tranquilizar a mi mente cuando ataca

para advertirme de esas cosas 

que sé que nunca pasarán.


 

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