Saturnino y el Misterio de Calebais. Parte II: La Visita de Odilia




En aquella zona, las nubes grises cubrían el cielo antes si quiera de que llegara la noche, y cuando esto era así, Saturnino dejaba sus libros.
Lo mismo ocurrió aquel día, por muy soleada que hubiera sido su mañana. Saturnino bajó las escaleras de su observatorio despacio, mientras se trenzaba la barba y su mente volaba y entretejía hilos de recuerdos.
Una vez pisó la mullida hierba, se centró en el sonido tristón del laúd de Diago, que provenía del borde del acantilado. Saturnino dejó escapar un largo suspiro y comenzó a caminar siguiendo la música, mientras la cerradura del observatorio se candaba, como cada noche, por comando suyo a sus espaldas.
Cuando llegó hasta su compañero, se fijó en que el joven rubio tenía la vista perdida en el horizonte, en el eterno océano, e intentaba repetir el ritmo de una alborada, una canción tradicional de aquella zona de Galicia. Saturnino se preguntó cuánto tiempo aguantaría Diago el estar allí, con él. Cuanto tiempo más, pues llevaban demasiados años.
Sin embargo, algo volvió a sacarle de su trance: el laúd de Diago había dejado de sonar y el chico miraba en su dirección, dándose cuenta de que estaba allí. Más bien, miraba algo detrás de Saturnino. El mago se giró y lo único que allí vio fue un elegante cuervo negro. Solo uno, pero de gran tamaño, con los ojillos oscuros posados en él. El cuervo comenzó a caminar hacia él, y Saturnino dio varios pasos hacia atrás de manera intuitiva. Le dio la impresión de que el cuervo cada vez crecía más, sus delgadas patas cada vez eran más largas, el pico comenzó a decrecer, las alas se alargaron y se estrecharon, los ojos comenzaron a expandirse en su pequeño rostro negro, las plumas de su cabeza crecieron cayendo como cascadas a los lados; así hasta que por fin la figura del cuervo comenzó a desvanecerse y en su lugar apareció una mujer vestida en negro, con el cabello largo y negro con vetas grisáceas. Lo único que recordaba al cuervo eran sus ojillos negros.
La mujer llegó hasta Saturnino, y éste tuvo que mirar hacia arriba para encararla.
—Odilia.
La mujer sonrió, y si el rostro de Saturnino no hubiera sido sombrío cualquiera habría dicho que su sonrisa era dulce.
—Viejo amigo.
—No me llames amigo.
La mujer puso los ojos en blanco y siguió caminando, pasando de largo y dirigiéndose a Diago, que observaba sentado con el laúd apretado entre los brazos.
—Hola, músico.
Diago no dijo nada, solo lanzó una mirada desafiante que llenó de orgullo a Saturnino.
—Quedan dos días para el tribunal. Me dijeron que no contestabais las cartas así que pensé que lo mejor sería pasarme a avisar, puesto que he llegado pronto.
La voz de la mujer era grave y lenta, del tipo de voces que uno escucharía hasta quedar dormido y tranquilo.
Ninguno respondió, Saturnino por contener su ira, Diago esperando a que Saturnino reaccionara.
Odilia era la líder de una alianza que en sus inicios había sido liderada por Saturnino. Habían sido antiguos compañeros, habían realizado estudios juntos, pero un desacuerdo había hecho que rompieran la alianza, creándose una nueva al mando de Odilia y quedando desterrado de ella Saturnino.
Odilia deseaba el observatorio, pues aquel era el punto óptimo para estudiar el océano de Finis Terrae. Saturnino sabía que le quedaba poco en sus estudios, y no podía dejar que Odilia se llevara todo el mérito. Sin embargo, necesitaba resultados que mostrar ante el Tribunal, y no los tenía.
Odilia observó hacia el faro que tenían por observatorio y sonrió.
—No habéis presentado ningún estudio en siete años. Y yo tengo una propuesta interesante para el tribunal. Solo vengo a desearte suerte, Saturnino —dijo ella con voz lastimera—. Y tú, Jerbiton. Siempre serás bienvenido en mi alianza. Debe ser difícil dejar el pueblo y los acantilados para un mago de tu clase.
Diago agachó la cabeza.
Odilia sonrió una última vez y estiró sus brazos, los cuales se llenaron de plumas negras. Batió las alas, y su cuerpo transformado en cuervo salió volando por encima del robledal. Su silueta se recortó contra la luna, recordándoles que ya había anochecido.
Saturnino se giró para encarar a Diago, que seguía abrazado a su laúd.
—¿A dónde iremos?
—A ningún lado, Diago. Nos quedaremos aquí. Este ha sido nuestro hogar durante años.
—No tenemos nada que presentar, ¿verdad?
Saturnino se cruzó de brazos. Con un movimiento de cabeza, indicó al joven Jerbiton que lo siguiera de vuelta a la cabaña.
—Hace diez años viajé a Granada, ¿lo recuerdas?
Diago asintió.
—Fuiste a despedirte de un gran colega tuyo, de la casa Bonisagus también, si no me equivoco. Murió.
Saturnino, ya dentro de la cabaña, revolvía los cajones de la mesa, después de los muebles, y así hasta comenzar a deshacer las pilas de libros; mientras Diago lo miraba con cara extrañada.
—Me dio la respuesta a una carta antes de morir.
Diago frunció el ceño, siguiendo a Saturnino con la mirada.
—Aquí esta —dijo el brujo, tirado en el suelo, sacando un trozo de papel amarillento de debajo de un manual de botánica olvidado—. En esta carta, enviada hace setenta años, me contó que tenía el presentimiento de estar a punto de lograr desentrañar uno de los mayores misterios de este mundo. Aún no tenía datos que darme, pero me aseguró que seguiría estudiando dentro de su alianza y que tarde o temprano, me informaría. Pero algo terrible ocurrió dentro de su alianza y nunca más volví a saber de él. Hasta la semana de su muerte, que me pidió que viajara veloz como el rayo, pues lo poco que había descubierto no podía morir con él.
—¿Qué ocurrió con su alianza? —preguntó Diago, pronunciando la pregunta que Saturnino había temido. El joven podría haberle preguntado cuál había sido ese último mensaje, o por qué no le había confiado esta historia antes. Pero no, Diago era un brujo inteligente, y sabía que pocas historias había sobre alianzas sucumbidas en desastre.
—Saturnino —insistió él.
—Calebais.

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